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Nunca mates a un mandarín

Veo a tantísima gente morena y en calzonas formando cola en los despachos de Loterías y Vacaciones Indefinidas del Estado, que me veo empujado a releer lo que decía ese infausto oficinista lisboeta llamado Teodoro para consolar la ausencia de filetes mullidos en su dieta...

el 16 sep 2009 / 06:52 h.

Veo a tantísima gente morena y en calzonas formando cola en los despachos de Loterías y Vacaciones Indefinidas del Estado, que me veo empujado a releer lo que decía ese infausto oficinista lisboeta llamado Teodoro para consolar la ausencia de filetes mullidos en su dieta y de senos frescos que le hicieran de almohada: "Las felicidades llegarían; y para apresurar su venida yo hacía todo lo que debía como portugués y como ciudadano leal a la Constitución: se las pedía todas las noches a la Virgen de los Dolores y compraba décimos de lotería". El muy ingenuo suponía, en ausencia de otros placeres, que podía haber algo mejor que esas despreocupadas tardes festivas de verano en el salón, donde se sentaba con su pipa a solazarse viendo "la fricción suave de las cariñosas manos" de doña Augusta, la casera, sobre la cabeza de cierto teniente que tenía de inquilino, de cuya pelambrera cuidaba con clara de huevo y una peineta para los piojos. Ésa era la felicidad; tarde habría de entenderlo este empleadillo del Ministerio.

Uno no puede estar muy seguro de lo que dice cuando reniega de las felicidades de pago, porque para demostrar científicamente su inconsistencia y la fatuidad de su ansia le haría falta un dinero que no tiene. Sé, eso sí, que no recuerdo uno solo de los diez mayores lujos que haya podido poseer en mi vida, y sin embargo recuerdo casi hasta el extremo del olor cada uno de los juguetes que de niño nunca llegué a tener, y en cuya espera vana era dichoso como nadie, sacándole diez cuerpos de ventaja a cualquiera que se haya deleitado alguna vez con algo. Quizá hay una felicidad mayor y una expresión mucho más radiante que la del rico que emprende su quinto viaje de placer a la Polinesia, o que la del multimillonario que se pasea en lamborghini por Montecarlo todas las tardes: la del empleado harto de coles que, dentro de un año por estas fechas, diga: "Mañana empiezan mis vacaciones."

Lástima que no recordemos estas verdades. Cuenta Eça de Queirós que ese pobre Teodoro, ese mediocre feliz en su escasez, tuvo la desgracia de recibir una noche en su alcoba la visita del diablo, a la sazón un señor mayor con chistera y paraguas. Éste le dijo que si alargaba la mano y tocaba la campanilla, un viejo y gordo mandarín moriría lo bastante lejos como para no sentir la menor lástima y, a cambio de ese sencillo gesto, toda la inmensa fortuna del finado pasaría a sus manos. Como cualquier otro mortal (he ahí el drama), Teodoro hizo sonar la campanilla y no tardó ni un mes en hacerse insolentemente rico. Los periódicos lo amaban, los próceres se ponían a sus pies y el mundo entero lo cubría de placeres y de halagos. Pero no había noche en que el funcionario entrase en su cuarto y no se imaginase al mandarín gordo con una cometa en las manos y tumbado sobre su cama, tieso. "¡Necesito matar a ese muerto!", se decía, desesperado, en una frase para la antología de la literatura.

Ahí empezó el mar de calamidades que se habría ahorrado si, como buen portugués, hubiese seguido confiando en la Virgen y en la lotería, que obran el prodigio, raramente agradecido, de mantenernos a salvo de lo que queremos.

Periodista

crufino@correoandalucia.es

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