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Paco cerró la Bienal con un recital sin grandes novedades

el 10 oct 2010 / 06:31 h.

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Tres horas antes del concierto de Dios en el Maestranza dormía plácidamente en el sofá de mi casa y tuve un sueño muy placentero. Paco tocaba la guitarra solo, sin el Séptimo de Caballería haciéndolo sudar y quemar uñas, sobre una plataforma en el Guadalquivir. El sol brillaba tanto que los barbos parecían lubinas y en Triana se escuchaban las soleares de Emilio Abadía y los fandangos de El Maní. Paco desmadejaba trémolos y arpegios con acordes de tarantas, granaínas, rondeñas, soleares y seguiriyas. Pero tocaba solo, como lo hacían Montoya y Riccardo y Esteban y Pepe Martínez y Mario Escudero.

No quería despertarme, quería que el placer que sentía fuera eterno, que nada ni nadie interrumpiera aquel prodigio de música flamenca. Mi gozo en un pozo. Me desperté y estaba encajonado en una incómoda butaca del Maestranza, sin mi perro al lado. Paco se me apareció entre palmeras envuelto en acordes de mineras y fandangos, algo inseguro, pero con su sonido peculiar. Ojalá siga haciéndole el amor a la guitarra, pero sin mirones, me dije, pero el maestro aún no ha decidido clausurarse así mismo y aniquilar el concepto de grupo que inventó hace décadas, acabando con el clásico concertista de guitarra flamenca. Hay que tenerlos bien puestos para hacer eso.

Paco sigue a gusto con los cantaores desgañitados que le devuelven a Camarón y parece que goza acompañando a bailaores, percusionistas y otros músicos. Su concierto de anoche, clausurando la Bienal más pesada de todas, es posible que sólo sea recordado por lo de siempre: no todos los días tiene uno la oportunidad de ver a Dios con una bajañí entre las manos dándonos una música gloriosa junto al Guadalquivir mientras llueve en los olivos. Pero a lo mejor también será recordado por el fuego que salía del cuerpo de El Farru cuando bailó por soleá y bulerías, y, sobre todo, por la pincelada de su hermano, El Carpetilla ya fuera de programa y después de que el maestro nos brindara una nueva versión de Entre dos aguas, que renace en cada concierto. Me cansa ya un poco esa idea del grupo que nos impide escuchar a Paco de Lucía tocar en solitario, que eso es, en mi opinión, engrandecer la guitarra flamenca como él ha hecho durante toda su vida.

Pero se cansó y ahora sus conciertos tienen a tantos protagonistas, que la guitarra echa de menos el intimista placer de un trémolo sin más adornos que el propio trémolo. Cuesta ponerle un pero a sus alegrías, su soleá, seguiriyas y tangos; es imposible no emocionarse con Ziryab y no sentir deseos de abrazar a la señora más sexi del teatro con su Canción de amor. Hemos crecido con esa música y todavía sueño con aquel grupo histórico de Benavent, Pardo, Dantas y El Grilo.

Pero me aburre ya ese sonido tan machacón y me gustaría que el maestro inaugurara otra etapa, una más; que hiciera regresar al clásico guitarrista que nos transportaba a los montes de Málaga con las rondeñas o a las minas de La Unión con las tarantas; que no diera conciertos en los que, como el de anoche, de las cerca de tres horas que estuvo subiéndonos al cielo, sólo tocó veinte minutos. Tocar solo, se entiende. Su música es la Música con mayúscula, el flamenco en su expresión más sublime, pero anoche eché de menos a Paco de Lucía, al que un día me llevó a la Cueva del gato y me emborrachó con Aires choqueros y La Barrosa.

Esta noche, cuando llegue a casa y vuelva a dormirme, seguramente volveré a soñar que Paco toca la guitarra, a solas, en una plataforma sobre el Guadalquivir, con el sol convirtiendo a los barbos en lubinas y las campanas de Santa Ana dándole el tono a Cagancho. Será sólo un sueño, pero si no es en sueños, es imposible que volvamos a disfrutar algún día en Sevilla de una buena taranta o una rondeña a guitarra pelá del niño al que un día lo parió una portuguesa para que Dios tocara la guitarra.

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