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¿Pero quién mató a Olof Palme?

Después de varias décadas ininterrumpidas de gobierno socialista, en la antesala de una grave crisis económica, el veterano presidente percibió la urgente necesidad de impulsar un nuevo ciclo político. El previsible desgaste del poder, unido a esa tendencia...

el 15 sep 2009 / 23:51 h.

Después de varias décadas ininterrumpidas de gobierno socialista, en la antesala de una grave crisis económica, el veterano presidente percibió la urgente necesidad de impulsar un nuevo ciclo político. El previsible desgaste del poder, unido a esa tendencia natural del electorado de responsabilizar de la crisis al gobierno de turno, exigía, a juicio del experimentado dirigente, una actitud valiente de cambio. Un proceso necesario, a pesar de las posibles resistencias internas y la posible desconfianza de sectores sociales próximos, para posibilitar una nueva era de gobierno progresista. Con más intuición que certeza, calculó que el éxito de esa renovación del proyecto socialista de gobierno dependía de encontrar a una persona muy especial.

El sabio presidente, distante de las advertencias de sus asesores habituales, fijó su mirada en un joven apasionado conocido por su rebeldía, desaliñado en la apariencia, criticado por el aparato del partido, defensor de posturas minoritarias con verbo afilado y dotado de una gran inteligencia. Alguien que denunciaba a "los burócratas, los acomodados y los que simplemente han caído en la rutina". Famoso por criticar, a quienes primaban lo administrativo en perjuicio de las ideas, esos defensores pasivos de las inercias que siempre pagan los débiles.

En las conversaciones entre el primer ministro Erlander y ese joven político, Olof Palme, ambos compartían esa necesidad de una profunda renovación, precisamente por aquel espeso ambiente de crisis. Sabían que tenían que atacar las ideas conservadoras que se vendían como cambio o progreso, cuando realmente ocultaban como mercancía clandestina los privilegios de los ricos. Pero también eran conscientes, que la necesaria renovación exigía actuar, con la misma contundencia, contra la desigualdad de oportunidades y la injusticia social, con políticas audaces, reactivas contra la acomodación mental, esa aversión al riesgo que conlleva un largo ejercicio del poder.

En el libro recién publicado, ¿Pero quién mató a Olof Palme?, Ramón Miravitllas relata estos hechos, más sugerentes que los que podrían esperarse por su título.

Como escribe Felipe González en su prólogo, "Olof fue el que más determinó mi manera de hacer las cosas", "Palme no se callaba. Era humilde con los débiles y fuerte con los poderosos", "un hombre capaz de comprender el mundo y su evolución". En uno de sus discursos, Palme afirmó que "el descontento popular respecto a las expectativas crecientes justifica la demanda de reformas populares al Estado. El Estado en una sociedad dinámica no debe ser un factor inhibidor, sino un instrumento para proporcionar trabajo, seguridad y mayores niveles sociales, de todo lo cual la empresa privada también puede beneficiarse sin que acarree burocracia ni uniformismo". Un inestimable símbolo de valentía política, de honestidad intelectual y de sentido del riesgo cuando las necesidades aprietan. Esos valores hoy imprescindibles para una nueva era de grandes reformas inevitables.

Abogado

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