Lo flamenco, de probable cuna gaditana, se convirtió en el flamenco en Sevilla, no sólo porque lo diga su primer cronista, Estébanez Calderón, sino sobre todo porque en documentos y testimonios gaditanos del XVIII no aparecen nunca sus eslabones esenciales, el que, llamándose primero soledad, se hizo soleá y la seguidilla que terminó en siguiriya.
De entonces a hoy el flamenco hizo de casi todo, fue estirado, encogido, hilvanado o zurzido por muchas manos hasta que, en el umbral de la democracia, la Bienal de Flamenco tuvo la osadía de sacarlo del ámbito tradicional y colocarlo en el Parnaso de las Artes.
Eso -no el número de espectáculos o la suntuosidad de la escena- es lo que desde el principio diferenció al evento sevillano de todos los demás, ahí estribó su singularidad y fue esa visión de muchos, que la Bienal recogía, la que propició innovaciones en el baile y en el toque. No los ha habido, sin embargo, en los cantes fundamentales, donde sólo se experimenta con las letras mientras el venero musical parece seco.
Todo tiene su dificultad. Para tocar o bailar se puede ser de cualquier parte. En el cante, esos palos están atados -hasta ahora- al territorio de Andalucía la Baja, y hay que cantarlos no sólo en andaluz sino con la fonética de este marco.
Así y todo, si en otras épocas hubo cristalizaciones hoy clásicas, no hay ninguna razón para que eso no ocurra de nuevo. Es más: tiene que ocurrir porque de lo contrario bailaores e instrumentistas, en vez de palos serios, meterán en sus espectáculos las cosas más extrañas y los cantaores yendo a ruedas de prensa sin prensa. Mientras tanto, éstos deberían preguntarse si han usado la osadía y disciplina diaria de aquellos o se han conformado con buscar versos de un poeta raro.
Antonio Zoido es escritor e historiador.