Cultura

¿Será por criticar?

Crítica del espectáculo 'Patente de Corso' de Pérez Reverte. Con Alfonso Sánchez y Alberto López. * * *

el 10 oct 2014 / 00:25 h.

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Lugar: Teatro Lope de Vega, 8 de octubre Obra: Patente de Corso Autor: Pérez Reverte Adaptación y Dramaturgia: Ana Graciani y Alfonso Sánchez Dirección: Alfonso Sánchez Intérpretes: Alfonso Sánchez y Alberto López Calificación: * * * Momento del espectáculo Patente de Corso. / Carlos Hernández Momento del espectáculo Patente de Corso. / Carlos Hernández Tanto Alberto López como Alfonso Sánchez han demostrado con creces su dominio de la comedia desde el prisma de la parodia gracias a “Los compadres’, dos personajes que gracias a internet llegaron a alcanzar una popularidad que ni ellos mismos se esperaban. Tal vez por ello los hayan puesto al servicio de Pérez Reverte, quien en esta obra vuelca la acidez crítica que le caracteriza, aunque con un cierto toque de moralina. De esta manera, la obra se conforma como una suerte de tragicomedia que gira alrededor de los dos personajes centrales: un sinvergüenza declarado y uno que aspira a serlo. Para conseguirlo el segundo pagará al primero para que le venda su patente de corso, de ahí el título de la obra. Pero como buen sinvergüenza el personaje que encarna Alfonso Sánchez intentará aprovecharse todo lo que puede del otro, ese parado de larga duración que antes fue empleado de banca y vendedor de seguros, encarnado por Alberto López. Así, para lograr su objetivo, el sinvergüenza cobrará al parado por enseñarle lo que él denomina como “El decálogo del hijo de puta”. Gracias a este sencillo recurso la dramaturgia combina los diálogos, en los que prima la crítica social, con una serie de monólogos que se dirigen a denunciar algunos de los grandes males y perversidades que puede alojar el corazón del ser humano. Ahí radica uno de sus fallos ya que, a fuerza de no centrarse en un ejercicio crítico concreto, la obra acaba cayendo en el abuso de lugares comunes y denuncias tan evidentes como ramplonas que dispersan su contenido. Por otro lado llama la atención la escasez de recursos y la excesiva sencillez de la puesta en escena. Todo el peso de la historia recae en el trabajo actoral. En general, los monólogos son demasiados largos, alguno incluso gratuito o redundante, por no hablar de que aportan un tono dramático que no acaba de casar con la comicidad y el tratamiento de parodia que domina a los personajes y sus diálogos. Eso hace que el ritmo escénico sea bastante irregular y nada ascendente. No obstante la obra se salva por la capacidad de los actores para cambiar de registro y su frescura a la hora de perfilar sus personajes, a los que por momentos imprimen algunos destellos de comicidad geniales. Gracias a ello conectan fácilmente con el espectador, con quien desde el principio entablan una evidente relación de complicidad.  

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