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Tablada, aires de grandeza

Nicolás Salas acaba de publicar un libro sobre la historia de la base aérea sevillana, ocasión de dulce para echar una mirada al singular barrio que le sirve de muralla y, de paso, contar alguna que otra curiosidad que quizá ignoraba.

el 18 oct 2010 / 05:42 h.

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No se puede hacer usted una idea de la de historias y fotos curiosísimas que abarca este libro de Nicolás Salas titulado Tablada, crónica de un siglo de aviación. Un caso llamativo es el de ese monolito que señala solemnemente el primer lugar de la Península donde Franco puso los pies cuando volvió de África nada más empezar la Guerra Civil. Si le llega a dar por sentarse le ponen un obelisco. También contiene las fotos de los preparativos de la única gran batalla aérea que se libró allí, por suerte de mentirijillas: la de la película La batalla de Inglaterra.

Desde lo cotidiano hasta lo heroico, pasando por lo grotesco, mil historias concurren en este repaso eminentemente gráfico a los cien años de existencia del aeródromo, aunque para el paisano común el tema tiene otra perspectiva que no ha recogido hasta ahora ningún libro, que se sepa.

No está, por ejemplo, ese pobre soldado reliado en un capote que hacía guardia en la garita de la esquina orientada hacia el Aljarafe, bajo la luz escarchada de las estrellas (que entonces, o sea antiguamente, se veían desde allí a manojos). Ni del Fielato (el bar de la antigua oficina que, como en las entradas de todos los pueblos, cobraba el impuesto de consumos), que quedaba justo delante de esa garita, al lado de la gasolinera donde terminaba Sevilla y empezaban las procelosas oscuridades de ese concepto místico de los sesenta denominado la carretera.

Ni está tampoco el soniquete de los motores de las avionetas los domingos por la mañana, dando vueltas sobre Sevilla. Ni aquel recluta que, viendo venir a un comandante por la derecha y a un coronel por la izquierda, hizo el saludo militar con las dos manos. Tampoco están los niños jugando (en alguna ocasión, con dramáticas consecuencias) en las vías, que hace treinta años eran el parque temático de una barriada (o barricada) que de espaldas a Sevilla y de cara a la base aérea hacía y hace de parapeto.

Ni suele mencionarse la peculiar distribución de ese barrio que corre en paralelo a la Calle del Infierno: la mitad oriental, para los oficiales; la occidental, para los suboficiales. Cada una con su zona de chalets (más amplios los primeros que los segundos) y sus bloques de pisos (exactamente igual que en el caso anterior). No había fiesta más grande en esos chalets que la jura de bandera del niño (naturalmente, al otro lado de la tapia blanca, en la base), ni cerveza más fría que la de La Grana para las hordas vespineras, ni películas más malas que las del cine de verano del Club de Suboficiales.

Cuando la época de los aviones domingueros, años sesenta, Tablada era un barrio tan tranquilo y controlado como ahora. Los niños de Los Remedios iban allí a por hojas de morera, con el lógico resultado de cientos de gusanos muertos, que por la razón que fuese no esperaban un rancho militar en su dieta.

Pasó el tiempo, se traslado allí al lado la Feria, se hizo el instituto Carlos Haya y la serenidad del lugar sufrió cierta consternación, a decir verdad: no hay más que ver la cadena que ponen a la entrada del barrio, bien señalizado como zona militar, para que no entre a aparcar la gente de las casetas.

Esa idea no la han tenido en Los Remedios, fíjese, tan listos como se creen. El caso es que ya no hay aviones, ni vías, ni fiestas domésticas de jura de bandera. Hay libros, eso sí, que cuentan las glorias de aquel terreno que empezó siendo un hipódromo y que acabó siendo visitado por reyes, generales y artistas. Menudos aires.    

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