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Un trovador a pie de calle

el 05 sep 2010 / 09:11 h.

Qué demasiao. Con 60 tacos ya, tan joven y tan viejo, la frente marchita, cuatro canas en la perilla y los pulmones como los altos hornos de Vizcaya, ahí tenemos a Joaquín Sabina pasando de todo, pasándolo bien, haciendo lo que sabe: melodías urbanas y rimas consonantes que no renuncian a componer algún día, quién sabe, la canción más bonita del mundo.

Nacido para perder, no ha parado de ganar -premios, dinero, adeptos- este señor de Úbeda, hijo de un inspector de policía que en pleno franquismo llegó a recibir la orden de detener a su hijo por rojeras y subversivo. Cuando era más joven estudió letras en Granada, pero las militancias y las malas compañías le llevaron primero a la acción directa y luego al exilio. En Londres vivió como okupa, organizó un cineclub y cantó tanto en el metro como en pubs, donde cuentan que una vez actuó ante el mismísimo George Harrison.

Murió el dictador y regresó el trovador. Se instaló en el Foro, pongamos que hablo de Madrid, y no tardó en cobrar fama estando en todo sin hacerle ascos a nada: bajó a La Mandrágora con sus amigos Javier Krahe y Alberto Rodríguez, de los que se distanció no por incompatibilidad de caracteres, sino para evitar repetirse demasiado; tradujo para su discográfica éxitos de canción italiana, escribió para sus colegas Ana Belén y Víctor Manuel, se acopló de maravilla a la banda Viceversa y hasta cantó para la sintonía del programa televisivo Con las manos en la masa.

Muy pronto verían la luz su primer hijo y algunos de sus mejores discos. Cuando ya lo teníamos localizado en el número siete, calle Melancolía, vino a mudarse al Hotel, dulce hotel por una simple cuestión de espacio, pues la parroquia de sus seguidores había crecido de forma desmesurada. Cerró de manera brillante la década de los 80 con El hombre del traje gris, que le abrió las puertas de América Latina y la grande de Las Ventas.Rompió su propio techo dando lecciones de Física y quimica, siguió diciendo que Esta boca es mía y recitando de corrido Yo, mi, me, contigo, y compuso con Fito Páez una pareja de Enemigos íntimos que acabó, como no podía ser de otro modo, como el rosario de la aurora.

Pasados 19 días y 500 noches, y en el momento más dulce de su carrera, sufrió un leve infarto cerebral -trance que él siempre recuerda, con ácido sarcasmo republicano, como el marichalazo-, al filo de la tragedia dijo aquello de oiga, doctor, cambió los petas por la boquilla mentolada, y con un par se borró del trasnoche y sus vicios.Ganó kilos, recobró el color, pero cayó en una depresión profunda con la que, aún hoy, sigue peleando. Mucho le ha ayudado el botiquín de la poesía, campo en el que también se ha erigido en best-seller absoluto a fuerza de contar ciento volando de catorce, y donde tiene algunos de sus mejores amigos. Con Benjamín Prado, uno de los más acreditados, ha firmado el disco Vinagre y rosas, último de su producción hasta la fecha.

Quién diría que el ruido del rocanrol pudiera sonar tan bien a los oídos, que sería tan perdonable la tristeza, que las amarguras no serían amargas y harían tan dichosa a tanta gente, que tantos fans serían felices caminando de su mano por el boulevar de los sueños rotos. Ese es Sabina, y el próximo sábado tiene una cita en el Estadio Olímpico: ocupen su localidad.

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