Adiós a los goles

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24 may 2018 / 13:31 h - Actualizado: 24 may 2018 / 13:34 h.
"Excelencia Literaria"

Antes de nada, aclararé dos cosas: me encontré con la siguiente historia en un viaje por carretera, que hice a través de una de esas aplicaciones de “economía colaborativa”. Por si no lo saben, los pasajeros, durante el trayecto, tienden a hablar de más y no tiene por qué ser verdad todo lo que cuentan. La segunda, debe quedar claro que me la contó un aficionado al fútbol. Por si no lo sabían, los aficionados a este deporte tendemos a convertir las historias en epopeyas, porque cualquier dato objetivo sobre nuestro equipo lo convertimos en subjetividad emotiva de primera clase.

El verano pasaba lento y comenzaba a ponerse tedioso. Un amigo me llamó para invitarme a pasar un par de días con él y su familia, en su casa de la costa. Necesitaba la mañana y la tarde para solucionar un par de asuntos en mi ciudad y, sobre todo, para recoger los abonos de la siguiente temporada en las oficinas del club de fútbol del que soy seguidor, así que busqué un viaje nocturno. Marina, de treinta y cuatro años, conducía un coche de cinco plazas en el que venía su amiga Lucía, de unos veintiocho —al no aparecer en la aplicación como pasajera del viaje, no sabré nunca su edad exacta—. Nos acompañaba Richard, de sesenta y ocho.

Salimos del centro a las ocho de la tarde. Después de presentarnos unos a otros, apenas hablamos durante la primera hora del viaje. Richard iba a Benidorm, a encontrarse con unos amigos. Las dos chicas tenían previsto pasar unos días en Denia. Richard estaba jubilado; había sido abogado en Inglaterra. Marina era licenciada en Odontología y Lucía en Bellas Artes o en Artes Escénicas, no lo recuerdo bien. Cuando dejamos atrás Tarragona, abrí una revista de fútbol. En la portada aparecía Arrigo Sacchi con un elegante traje negro y la Copa de Europa de la temporada 1989 en sus manos. El titular de la portada prometía un análisis exhaustivo del juego del Milán durante el final de aquella década y las causas de su bajo rendimiento actual.

—Te la cambio —me propuso Richard, sosteniendo un libro con las dos manos, como un comercial sujeta su producto—. Aunque sea por un rato.

Se trataba de un ejemplar de bolsillo de la autobiografía de Friedrich Glauser. No me interesaba, pero como ya había hojeado la revista antes de montarme en el coche, no me importó prestársela.

—¿Amante del fútbol? —me preguntó. Su acento inglés me resultó sofisticado.

—Bueno, nos estamos conociendo.

Richard sonrió. Sus dientes blancos hacían un cómico contraste con el bronceado de su piel. Cerré la revista y se la entregué. Él me dio su libro a cambio. Las primeras diez páginas consiguieron distraerme, a pesar de que el libro era viejo y olía a humedad.

—Es una buena revista, sí señor. Es muy complicado encontrar una publicación deportiva rigurosa —carraspeó antes de proseguir—, aunque no creo que Sacchi fuese un gran jugador. Fue un buen entrenador, claro. Pero, ¿gran jugador?... Nunca. Era un defensa corriente.

—No he tenido la suerte de verlo jugar.

La conversación se había puesto interesante. Comprendí que Richard tenía cosas que contar. Independientemente de que fuesen ciertas o no, yo quería escucharlas. Me explicó que aquel Milán había tenido mucha suerte, pues contaba con un jugador sobresaliente en la defensa, otro en el ataque y dos en el centro del campo, que le daban una armonía clave que facilitó su hegemonía durante aquellos años. Richard estaba contento. En su expresión y sus pausas noté que le alegraba mi interés. De sus explicaciones sobre el Milán de Sacchi, pasó al Barcelona de Cruyff y, de ahí, fuimos a parar al Manchester United de los primeros años de Ferguson. Entonces noté que su emoción se había evaporado.

—¿De qué equipo es usted? —le inquirí.

Desvió la mirada por primera vez desde que el balón había entrado en la conversación, hacia el paisaje que formaban una montaña costera y las vías del tren sin tren. Después de un momento me contestó. Me dijo que su equipo ya no existía. Entonces caí en la cuenta de que no sé qué se siente cuando tu club desaparece. Sinceramente, espero no saberlo nunca. Debe ser algo similar a quedarte viudo.

—Lo siento.

—No tienes por qué. Fue lo mejor para todos. Es una historia muy bonita, ahora que ha pasado el tiempo.

—No tiene que contármela, si no quiere.

—Es mejor que nos la cuente —se inmiscuyó Marina desde el asiento del conductor—. Se ha hecho de noche y una historia siempre me mantiene despierta.

Richard habló de su club como de un hijo. Nos dijo que pertenecía a una zona tradicionalmente minera y que se había fundado unos años después de acabar la Segunda Guerra Mundial. Su padre había sido consejero —encargado de los asuntos financieros— del equipo, así que en su casa nunca faltaron los abonos de temporada ni las bufandas con los colores del club. Incluso nos recitó de memoria las alineaciones de las tres finales de la Recopa (antigua Copa de Campeones de Copa), a las que llegaron en los años setenta. No ganaron ninguna de ellas, pero no le importaba en absoluto, lo que me resultó envidiable.

Los años ochenta fueron para olvidar. Los ascensos y descensos comenzaron a marear a la afición. Las viejas glorias colgaron las botas y la feliz historia acabó en 1988, cuando el equipo sufrió la última división posible para los clubs con licencia profesional. Pero los quince mil abonados de 1988 no solo se mantuvieron sino que incrementaron su número hasta el 2000.

—Conseguimos volver a la Segunda División en el 2003, pero las cosas en el fútbol inglés habían cambiado: nos encontramos con un modelo de juego imposible de asumir. Fue entonces cuando pasó.

—¿Qué pasó? —le preguntó Lucía, que hasta entonces parecía haber estado ausente de nuestro diálogo.

—Que habían llegado las inversiones extranjeras.

—Eso está bien —concluyó la joven.

—El plan Marshall no les sirvió a todos los clubs —traté de explicarle a Lucía por qué las inversiones extranjeras no son un sinónimo de prosperidad inmediata, pero no pareció entender el símil.

—Un señor tailandés compró el equipo —prosiguió Richard—. Le cambió el nombre y llenó la camiseta con vistosos anuncios publicitarios de sus empresas. También se trajo algunos jugadores que durante un tiempo dieron la talla, pero pronto demostraron que eran productos de su negocio. Aunque el equipo volvió a la Primera División. Pero no aguantamos el nivel de la competición. Así que volvieron los descensos de categoría que habíamos comenzado a olvidar. El tailandés se dio cuenta de que nunca recuperaría el dinero invertido, por lo que subió el precio de los abonos un doscientos treinta por ciento. Un domingo de partido, después de perder 0-3, un grupo de cuarenta aficionados subimos al palco y nos enfrentamos al presidente. «Si supieras lo que es correcto, te irías», le soltó el jefe del grupo. Pero el tailandés apenas sabía una palabra de inglés? ¡Ni siquiera llegó a entenderle!

Richard se rio y su risa rompió un halo de tristeza. El termómetro marcaba veintisiete grados y pasábamos por un pueblecito blanco y azul. En el lado opuesto teníamos el mar.

—Cuando su traductor le aclaró que queríamos que nos vendiera el club, aquel tipejo se alegró y nos preguntó quién era el comprador. Llegamos a un acuerdo, y entre dos mil aficionados nos quedamos con el equipo. Aquel momento fue mejor que todas las finales juntas.

—Seguro que la alegría no les duró mucho —supuse.

-Supones bien? A los dos años perdimos la licencia profesional, y a los cuatro vendimos el estadio a una inmobiliaria, para pagar las deudas. Fue triste, aunque muy bonito. Así que no me sentí como un viudo. La muerte del club no fue tan trágica como te la imaginas. Fue como desconectar a un pariente en estado vegetal para llevarlo a morir a su lugar favorito.

No supe cómo Richard había leído mi pensamiento acerca de la viudedad. Quizás mi rostro era igual de fácil de leer que la autobiografía de Glauser o, quizás, había leído esa comparación en algún artículo. No se lo pregunté. Había entendido sus emociones: el fútbol cambia con el paso del tiempo y el club de Richard no había mutado en un producto más para la televisión. Los goles valían lo mismo de siempre. No así los jugadores.

Al llegar a Benidorm le insistí para que se quedara con la revista. Me lo agradeció y me pidió que escribiera mi dirección en la contraportada, para hacérmela llegar cuando acabara de leerla.

Las vacaciones en la costa fueron balsámicas para mí. Lo cierto es que no pensé más en Richard hasta que un día de septiembre me llegó un sobre con la revista. Dentro había dejado una fotografía Polaroid en la que aparecía él con mi edad, más o menos, sonriendo a la cámara en medio de una grada abarrotada. En el reverso había una anotación: «Cuando nos estábamos conociendo. Final Recopa 1972».


Alejandro Caicedo
Ganador de la XII edición
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