Como los autónomos de cuota mínima y menos fondos que una lata de anchoas no vamos a salir nunca de reyes en ninguna cabalgata, que eso es para los que tienen ‘jurdó’, me alimento con el recuerdo de cuando hace justamente cuarenta años salí en la Cabalgata de Reyes de Su Eminencia, en los años setenta. Iba vestido de moro y montado en un elefante de madera, en una angarilla. Tenía solo diez kilos de caramelos y los repartí todos en la puerta de mi casa, a la salida, así que luego estuve todo el recorrido, de más cuatro horas, sin caramelos y recibiendo todo tipo de insultos por tacaño y miserable. Para colmo de mis desdichas barbilampiñas, del movimiento del elefante, se me descompuso la barriga y, como no me podía bajar, solté parte de la plasta en la angarilla y estuve algo más de dos horas con más mala cara que un chino con fiebre, sin golosinas, vestido de moro y en un elefante que amenazaba con desarmarse. Miro ahora la fotografía y pienso en lo bueno que es no tener sentido del ridículo, algo que siempre es una rémora para ser feliz.