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El lazarillo en Vespa

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Álvaro Romero @aromerobernal1
18 dic 2018 / 08:17 h - Actualizado: 18 dic 2018 / 08:21 h.
"Viéndolas venir"

Ayer llegaba tarde a una comida y, en la desesperación de esos minutos que vuelan mientras uno espera semáforos en rojo y atascos por doquier, me confié a esa señora aséptica que parece hablar desde el satélite, sin atender a razones ni a calles en obras, y a la suerte improbable de hallar un aparcamiento subterráneo bajo el mismo restaurante. En pleno corazón del barrio Santa Cruz resultó que no: que ni la señora sabía tanto como parecía por la seguridad de su insistencia ni el bar tenía párking. De hecho, la telaraña del callejero judío me precipitó hasta una disyuntiva de dos calles de apenas dos metros de anchura por las que era imposible seguir conduciendo. Fue salir del coche, más por impotencia que por otra cosa, y ver venir, desde la angosta vía, a un tipo entrado en años, amable, elegante, montado en una vespa. “Por aquí no”, me sonrió. “Ya”, le contesté yo con cara de bobo y señalando el móvil en el salpicadero, “es que me he dejado guiar por el chisme ese”. “Que va, que va, por aquí se pierde”, me confirmó él sin perder la sonrisa y haciéndome indicaciones para la única solución posible: dar marcha atrás durante doscientos metros y salir de aquel laberinto.

El tipo me precedió con su pulcro ciclomotor, guiñándome los intermitentes, me dio consejos sobre cómo maniobrar en las estrecheces del barrio y me indicó dónde quedaba el restaurante que yo buscaba. Me leyó en la mirada que no sabía qué hacer con el coche y me explicó con gestos que lo siguiera, que había un párking al otro lado de aquella manzana. “Cuando salgas del aparcamiento, te metes por esa calle y vienes a parar aquí, al lado del bar”, casi me gritó mirando hacia atrás, mientras yo asentía desde la ventanilla. Solo entonces pensé en lo serviciales que somos los andaluces y en que eso, en otra parte del mundo, no pasa. Después de culebrear por otra media docena de calles, salimos a territorio conocido. “Ahí a la derecha está ya el párking, ¿verdad?”, le pregunté. “Sí”, me contestó él amablemente, y añadió: “No creas que eres el único que se pierde por ahí. Yo todos los días saco a diez o quince turistas que se ven atrapados”.

Supongo que me leyó la cara de sorpresa, y de falta de reflejos también. “De hecho me saco lo que puedo así, nada, una propina; menos mal que por aquí no faltan los guiris”, me soltó desde la altura de su vespa, paralelo a mi vehículo a punto de bajar por la rampa del párking. “Muchísimas gracias por todo”, le dije sintiéndome un aprovechado. En realidad, el coche ya rodaba solo hacia abajo y yo me debatía entre tener en la cartera solo un billete de veinte euros y considerarme ante aquel señor un guiri o no. Ya bajo tierra, con el coche aparcado y la chaqueta en la mano, seguí pensando en aquel tipo tan curioso, con un poso de mala conciencia en la memoria inmediata. Al salir a la superficie, intenté atisbar la calle de la que me había hablado, pero dudé entre tres. Al amagar por una de ellas, oí que alguien me decía desde el ángulo muerto: “Por ahí no, por esa”. Era él, con la vespa en ralentí y sin perder la sonrisa ni la amabilidad.

“Perdone”, le dije entonces, “cóbrese algo; es que tengo un billete, ¿le importa que cambie en ese bar?”. “No hace falta, yo tengo cambio”, me contestó él con una decisión profesional que contrastaba con su pinta de abuelo jubilado. “¿Cuánto me quiere dar?”, preguntó. “¿Tres euros?”, le pregunté yo a mi vez, indeciso. “Perfecto”, me contestó él mientras sacaba de su carterita el cambio preciso de diecisiete euros y me lo entregaba con la exquisitez de una azafata.

Me despedí de él con la mano, pero no lo olvidé, ni siquiera cuando cinco minutos después me senté a la mesa y contaba la anécdota. “Eso sí que es emprendimiento”, dijo uno de los comensales. “Ese es un personaje de tus novelas”, añadió otro. Y yo me acordé de Lázaro de Tormes, de don Pablos, de Rinconete y de tantos otros pícaros que hicieron de la España imperial una España de la supervivencia y de la innovación incluso desde la miseria de la vida real. Y solo entonces caí en la cuenta de que aquello era Sevilla, el siglo XXI y una Andalucía sin gobierno aún.