La primera persona que me felicitó por mi cumpleaños hace unos días fue Google. No sé cómo lo adivinó; sacaría la fecha de Twitter, o de algún otro sitio así, porque el roboterío es muy comadre y se lo soplan todo unos a otros. Cuando digo persona no me equivoco: los programas, las aplicaciones y todos los chismes estos han suplantado al ser humano en casi todas las facetas de la existencia, y se merecen el nombre mucho más que el reducto de conocidos con los que uno entrecruza fórmulas de cortesía en los semáforos y en las aceras estrechas. Sé que esto de meterse con el presente es un deporte de vagos, de tan fácil y recurrente, pero me gustaría saber en qué momento entraron esos turcos en esta Constantinopla, qué 19 de octubre dejaron de pasarse por casa los amigos, tan atareados como tú, para a cambio empezar a echar chiribitas las máquinas, dibujándote a la hora en punto, con sus píxeles de colorines y su mecánica puntualidad, montones de regalos con inmensos lazos y brindis de copas burbujeantes que solo existen como espejismo de una realidad soñada, como paliativo de la enfermedad de estar vivos. Miro hacia atrás para recordar todos mis cumpleaños analógicos, unos más felices y otros menos, y comprendo que desde entonces hasta ahora he perdido mucho más que agilidad y pelo. Con todos mis respetos para las máquinas, las pobres, que bastante tienen con ser las que nos gobiernen y nos administren de aquí al fin de los tiempos, debo decir que prefiero el mundo del manojo de amigos que te abrazaban al de los miles de contactos que nunca sabrán que existes. Gracias, Google. Pero te fuiste sin probar la tarta.