De los últimos disparates del fútbol pequeñito revividos en esos vídeos que se multiplican por todas partes, a uno lo sobrecoge el grito constipado de algún chiquillo que alerta en vano contra la feroz pelea de los papis, a puñetazo limpio. Apenas se oye subiendo el volumen, pero a cualquier oído sensible se le pega más su lastimero acento infantil que el bruto alboroto de los adultos. Y seguramente cuando pase el tiempo y el niño crezca y los papis se hagan viejos y aquel campo de fútbol base se cemente –tal vez se llame- de otra manera, la memoria de aquel gritito ignorado sobreviva doliente por encima de todo el ridículo general. Al chiquillo, desde luego, no se le olvidará jamás, como tampoco nosotros hemos olvidado nunca aquellas veces que levantamos la mano contra el bochorno ineluctable de los adultos.
El problema es que tales estampas se reproducen mucho más de lo que creemos y mucho más de lo que se graban en vídeo, porque los papis pierden los nervios mucho más de lo que se confiesan a sí mismos en ese infeliz desajuste entre el sentido de sus niños divirtiéndose en un equipo y sus sueños desmesurados de que se conviertan en Messis. Y en ese afán de que les salga un fuera de serie, transforman a sus críos en objetos de serie, cortados por la misma tijera, robotizados, aleccionados en la competencia insana, en esas advertencias antideportivas e insultantes que anulan a los entrenadores porque cada papi o mami se cree por encima del entrenador, de las normas, de los valores, de la educación. Habría que recordarles a todos ellos que la inmensísima mayoría de sus churumbeles no llegarán a nada. Habría que prohibirles que entrasen en los entrenamientos, en los partidos, o al menos que abriesen la boca. Habría que explicarles que lo importante de la vida, y de cada partido, es la serie de complicidades que creamos con los compañeros; no soñar infructuosa y violentamente con ser fueras de serie antes de la que serie empiece. ~