La niebla

Por Sofía Daley, ganadora de la XI edición de Excelencia literaria.

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26 ene 2017 / 20:19 h - Actualizado: 26 ene 2017 / 20:21 h.
"Excelencia Literaria"
  • La niebla

—Buenos días, Reyes. Esta mañana Antonia se niega a comer. ¿Puede usted pasarse por la habitación e intentarlo?

—Sí; no te preocupes. Llegaré en veinte minutos—le contesté.

Me vestí y salí de casa a toda prisa, como tantas veces.

—¿Tú quién eres? —me preguntó mi madre.

—Soy Reyes y vengo a darte de comer.

—¡No voy a comer! —me contestó desabrida, sus ojos marrones mirándome intensamente, como lo hacía cuando no me lavaba los dientes de niña. Era gracias a sus ojos que intuía que mi madre, Antonia, aún estaba allí dentro.

—Lo sé, lo sé... ¿Te cuento un secreto?

—Vale —respondió sorprendida.

—Aquí la comida es terrible; eso yo lo entiendo. Estas cocineras no saben guisar.

—Es verdad, Reyes, no tienen ni idea de cocinar —me dijo, aliviada de que por fin alguien le comprendiera.

—En efecto. Pero yo te he preparado un almuerzo buenísimo en mi casa, un puré exquisito, y te lo he traído para que no tengas ni que probar la bazofia que sirven aquí.

Le hice una señal a la muchacha que atendía el servicio de comidas, para que le trajera el mismo puré que no se quiso comer con anterioridad.

—Mira, este es el puré que te he hecho. Y tú sabes que yo cocino muy bien —le confié, poniéndole el plato delante.

Mi madre cogió la cuchara lentamente y lo probó.

—Tienes razón. Cocinas muy bien. Está muy rico.

Cuando se lo acabó, le sacaron unas galletas.

—¡Esas sí que no me gustan! —gruñó, sacudiendo la mano como para empujarlas fuera de su vista.

—No te preocupes. En mi bolso tengo otras horneadas en casa, muchísimo más buenas —metí las galletas en el bolso, rebusqué un poco y volví a sacarlas de nuevo—. Aquí están —le dije, mientras me preguntaba si mi madre me recordaba en algún momento del día.

—¡Oh, qué ricas! -masticó con una sonrisa.

Después de la comida, la vestí, la peiné y me quedé varias horas con ella. Sabía que no importaba el tiempo que pasásemos juntas: en mi próxima visita no se acordaría de mí.

***

Al día siguiente fui a verla y la encontré llorando.

—¿Qué te pasa, Antonia?—le pregunté, sentándome a su lado.

—No encuentro a mi madre. Además, este lugar está lleno de viejos. ¿Eres tú mi madre? —me preguntó, casi con desesperación.

Era algo que le pasaba de vez en cuando: no se acordaba de cuantos años tenía. Ni siquiera prestaba atención a su piel arrugada o a su falta de pelo.

—Claro que sí. Soy tu madre y he venido a cuidarte —le mentí, acariciándole la cara para reconfortarla.

Cada día era diferente, pues cada día me veía como a una persona distinta. En realidad, nunca me reconocía: me llamaba por mi nombre porque yo se lo recordaba. Pero sí sabía que yo la quería y también sabía que ella me quería a mí.

Mi madre no había tenido una vida fácil. Tuvo cinco hijos que crió sola en aquellos tiempos de posguerra. Debió de ser muy duro. Pero ella se aseguró de que todos fuéramos al colegio y después a la universidad. Nos lo había dado todo.

***

Tras varios yendo a verla casi a diario, su salud empeoró. Un día recibí una llamada.

—Reyes, es mejor que venga. Su madre está muy mal. Los médicos piensan que solo le quedan unas horas.

Acudí lo más rápido que pude. Estaba en su cama, dormida. Me tumbé junto a ella y la abracé. Mi mente se plagó de recuerdos de la infancia y los ojos se me inundaron de lágrimas. Sabía que nunca iba a querer a nadie de la forma que la quería a ella. Entonces, de pronto, se despertó.

—Reyes, mi niña —me dijo con un hilo de voz.

Y me dio un beso en la frente, como cuando yo era niña.