Me nacieron en España

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Álvaro Romero @aromerobernal1
06 nov 2018 / 08:01 h - Actualizado: 06 nov 2018 / 08:40 h.
"Viéndolas venir"

Nos reíamos con esa gente tan dada a cambiarse el nombre. Nos reíamos inconsciente, prematura, irresponsablemente. Nos reíamos porque a nosotros no nos habían puesto Agapito o Ruperta. Y, claro, era fácil sonreírse ante el drama ajeno, ante la esperanza de que si te llamabas Encarna Mari podías quedarte en Enma, o si Mari Conchi, quitarte el Mari. Era sencillo asombrarnos de que tales nominados comentasen que incluso en el sacramento de la Confirmación cabía cambiarse de apelativo. Ahora que uno lo piensa, con la perspectiva de la edad y el dominio sobre los hijos, ya hace menos gracia. Porque a uno lo nombran al nacer sin pedirle permiso. Me nacieron en Zamora, decía Clarín. Porque uno no elige dónde nace, lo nacen; uno no elige a sus padres, se los encuentra. Y luego, como el roce hace el cariño, resulta que uno quiere al país donde el azar quiso que naciera y ama a sus padres porque son los de uno. No porque sean mejores o peores, sino porque son de uno. Punto.

Lo mismo ocurre con la bandera. Las mirábamos todas en aquel diccionario Sopena que tuvo todo el mundo y en el que aparecía el mundo entero en forma de banderas. Las repasábamos con la mirada y la mirada se nos iba, sola, a la bandera de España, no porque fuera la mejor o la más llamativa, sino porque nos resultaba familiar, porque era la nuestra. En aquella banderita veíamos a España, que puede que no fuera el mejor país, pero era el nuestro; veíamos a nuestros padres, que no serían los mejores del país, pero eran los nuestros. Y uno puede hablar mal de su país o de sus padres, pero no soporta que lo hagan los demás. Lo mismo pasa con la bandera.

Porque la bandera no es una tela, ni un trapo pintado. Es un símbolo. Que nos toca al azar, vale, como casi todo lo importante, pero es absurdo atacarlo como es absurdo que alguien nos ataque a nuestra familia, porque será como sea, pero es la nuestra. De modo que se puede bromear con nuestros padres, con nuestro país y con nuestra bandera, pero el chiste no tendrá gracia, no tendrá ángel, es decir, que será algo malage, como tan bien sabemos definir en Andalucía.

Ahora bien, tan malage nos parece el que hace el chiste como el que se toma el chiste apocalípticamente. Porque hacer malos chistes es de malage y no saber interpretarlos también. Porque lo que verdaderamente nos tendría que indignar no son los chistes ni los chistosos ni las banderas, sino los listos y listillos que se envuelven en las banderas para reírse de todos nosotros sin que nos demos cuenta.