Metáforas, clichés y supersticiones

Palabras, gestos y referencias crearon la manera de no llamar a las cosas por su nombre y saltar la valla de la razón

Image
04 mar 2018 / 22:23 h - Actualizado: 04 mar 2018 / 23:01 h.
"La memoria del olvido"
  • Karen Armstrong, premio princesa de Asturias 2017. / Chema Moya (Efe)
    Karen Armstrong, premio princesa de Asturias 2017. / Chema Moya (Efe)

Los símbolos colectivos son tan antiguos como la humanidad y la teóloga Karen Armstrong, Premio Princesa de Asturias del año pasado, ha estudiado detenidamente el papel pre-religioso que cumplieron en la Prehistoria expresados en los ceremoniales. Las palabras, los gestos y las referencias de ellos, seguramente, crearon la metáfora, la manera de no llamar a las cosas por su nombre cuando su percepción se salta a pídola la valla de la razón y se adentra en el territorio de la sentimentalidad y la creencia. Eso vale para la lírica de Homero que le ponía dedos rosas a la aurora, para quienes inventaron tambores de sonido aterrorizador y promovían con ello que sus enemigos los llamaban «hijos del trueno» o para aquellos que esperaban que su salvación se produjera preguntando: ¿eres tú el que ha de llegar o debemos seguir aguardando a otro?

Esto último es lo que le sucedió a los aztecas. Hernán Cortés, en la conquista de México, descubrió que los aztecas tenían una cultura avanzada y vivían en grandes ciudades pero, embebidos en sus metáforas, esperaban a dioses blancos y barbados que llegarían del Este y –a parte de tener caballos y escritura– se aprovechó de sus metáforas y los venció.

Y es que la metáfora puede derivar en supersticiones y su repetición llevar con total seguridad al estereotipo, al cliché. El estudio del proceso merecería el nacimiento de disciplinas académicas que irrumpieran en el panorama académico como irrumpió la Bioquímica con los estudios del ruso Oparin en los años veinte del pasado siglo pero lo cierto es que los estereotipos se forman a partir de cadenas que, como las de los ácidos ribonucléicos y desoxirribonucléicos, parecen destinadas a parpetuarse por los siglos de los siglos si no existen estudios concienzudos y conclusiones sacadas a base de muchas premisas. Y la verdad es que, en la mayoría de los casos, no existen.

Los estereotipos parecen inofensivos (también lo parecen muchas supersticiones); incluso en muchos casos puede creerse que ayudan a comer. Es lo que sucedió durante mucho tiempo con los clichés de toda una España vestida de Andalucía y de la misma tierra andaluza disfrazada de sí misma. Desde los años decimonónicos del parlamentarismo isabelino hasta el de la pérdida de Cuba, casi todo lo que se producía en los terrenos de la cultura y el saber popular estuvo referido a lo «moro», entendido como andaluz, y, a la vez, a la lucha contra lo moro silueteándose así una España y una Andalucía mora y cristiana a un tiempo en dualidad imposible pero exportable; una extraña paradoja entendida, sin embargo, perfectamente por aquellos viajeros que llegaban dispuestos a explicitarla en sí mismos y en los libros que escribían.

Esto era Oriente dado que ellos habían venido a buscarlo desde su occidente, y era Occidente porque el viaje suponía una cantidad muy inferior de francos, libras o liras que la necesaria para recorrer Egipto, Arabia o la India y aún menos peligros. Desde el tren y apenas pasado Despeñaperros, Edmundo D’Amicis descubría chumberas y sacaba la conclusión lógica de encontrarse en África sin pararse a pensar que aquellas plantas eran americanas.

Así lo creyó también Gustavo Adolfo Bécquer cuando, rizando el bucle melancólico de su juventud sevillana perdida, nimbó con la misma áurea que los carlistas pusieron a su «ley vieja» las fiestas, gentes y escenarios de un paisaje cultural andaluz ya agostado por la Historia y rematado por los catalanes y vascos que llegaban a este valle para colonizar aguas y marismas.

También a lo largo de más de un siglo se dijo que el término olé, era una invocación a Dios –Allah– y convertirlo en explicación obligada para foráneos e indígenas de la sacralidad litúrgica de una corrida de toros o la unción religiosa que acompañaba al cante flamenco, aunque, para filólogos de la talla de Federico Corriente y su Diccionario de arabismos y falsos arabismos la palabra no pueda provenir del árabe por razones filológicas que al autor parecen evidentes y que, seguramente, lo son. La falsedad etimológica del grito era una mentirijilla destinada a contentar a visitantes dispuestos a la credibilidad en la barra de una taberna, un coste mínimo dado que las faltriqueras de los visitante arribaban llenas y se volvían vacías. Por ello esas teorías, impresas en los Travel’s handbooks se hicieron carne de Andalucía y habitaron entre nosotros.

Siendo mora y cristiana a la vez, oriental y occidental al mismo tiempo, esta tierra aprendió a unir las cosas de modo surreal tanto si se trataba de flamenco, toros o Vírgenes que lloraban alegremente, como cuando la rara hilazón se derramaba por los aspectos más consuetudinarios de la vida. A partir de ahí Andalucía no tuvo razón política, ni siquiera razón ética; solamente la sostuvo una razón estética con los pies en el resbaladizo barro de la polisemia.

Todo aquello pudo dar de comer (que dio) o ser aparentemente beneficioso (que no lo fue) pero ahora estamos, indudablemente, en otros parámetros.

El estereotipo se ha convertido en el percutor de armas cargadas de pasado y reglamentarias para las patrullas de la posverdad y para los escuadrones y batallones de los ataque cibernéticos. No estamos tan lejos de los aztecas ni de aquellas predicaciones de Pedro el Ermitaño que fueron el origen de las Cruzadas y que llevaron a decenas de miles de pobres y hambrientos al degolladero para sentar las bases del mercantilismo... y de los problemas que aun siguen coleando en Oriente Medio. Dejemos las metáforas para la literatura y limitemos la superstición a encenderle una vela a San Pancracio.