No todos los días se va un Juan Habichuela

Me fascinaba su elegancia en el escenario, esa manera suya de vestir, sencilla y clásica, en claro contraste con los que ya empezaban a querer ser modernos desaliñados

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
01 jul 2016 / 19:54 h - Actualizado: 02 jul 2016 / 09:28 h.
"Flamenco","Desvariando"
  • No todos los días se va un Juan Habichuela

De las muchas cosas que le tengo que agradecer al flamenco y a mi profesión de crítico, una de ellas es haber podido conocer a los artistas más grandes que ha dado este arte desde que tengo memoria. A los más importantes y, en general, a decenas y decenas, a grandes figuras y también a artistas modestos. Todos, sin excepción, me han ayudado a amar a esta música, quizás, como no he amado jamás a nadie ni a nada. Siempre he pensado que los flamencos son seres de otro mundo, con los defectos y las virtudes de los humanos, pero muy especiales. No es por presumir, pero he sido amigo de artistas que eran ya figuras de este arte antes de que nacieran mis padres: Mairena, El Sevillano, Fregenal, la Niña de la Puebla, Enrique Orozco, Valderrama y, entre otros, Antonio Peana, Antonio Sanlúcar, el Gordito de Triana, Chano Lobato o Chocolate. He comido en el mismo plato que muchos de ellos y he llorado y me he emocionado disfrutando de su arte en la intimidad de la fiesta, compartiendo sus miserias, sus éxitos y sus fracasos. De muchos de ellos tengo cosas muy personales, unos zapatos, un pañuelo, una gorra campera, un monedero, una lima de uñas, fotografías, carteles, cancioneros o monedas en desuso. A casi todos los acompañé al cementerio y fui testigo, en muchos casos, de la soledad del último viaje de estos genios irrepetibles del cante, el baile y el toque flamencos.

A Juan Habichuela lo admiraba ya a mediados de los años setenta, cuando empezaba a ir a los festivales de flamenco de los pueblos y lo veía acompañar a Fosforito y a otros grandes cantaores, y también a cantaoras. Me fascinaba su elegancia en el escenario, esa manera suya de vestir, sencilla y clásica, en claro contraste con los que ya empezaban a querer ser modernos desaliñados. Se había educado en una época en la que los cantaores sabían arreglarse para salir a un escenario, la de Marchena y Valderrama, de Mairena y Caracol. Sus zapatos brillaban tanto que iluminaban la cara del cantaor. Aquellas camisas siempre tan blancas y bien planchadas, que recordaban a las de Chacón, Manuel Torres, Manolo de Huelva o Ramón Montoya. Juan era un clásico joven. Se ha muerto con 83 años y lo han llorado los chavales de medio mundo, porque, curiosamente, había conectado con ellos. Que lo diga Pitingo, que se apoyó en su sonanta para triunfar y no equivocarse en las primeras pisadas por los caminos del cante, que son fundamentales. O Estrellita Morente, la niña de sus ojos. Creía en los jóvenes, los ayudaba y jamás les reñía, respetando siempre el empuje de la creatividad y la libertad de la nueva savia.

Traté mucho a Juan Habichuela siendo el guitarrista de Enrique Morente, que lo rescató cuando había sido desplazado por los nuevos sonanteros. Enrique era delicado para los guitarristas, pero sabía muy bien que su cante ganaba con la guitarra del brujo de la casa de los Habichuela. Pepe, el hermano de Juan, otro clásico joven, y el propio Juan, contribuyeron a que el cante de Enrique fuera más grande. Cuando se juntaban los tres, Granada tenía un monumento más. Recuerdo una noche en Huelva, en los noventa, tan inspirados los tres que el Niño Miguel tuvo que buscar una guitarra con solo dos o tres cuerdas para echar fuera la emoción de aquella jondura fresca y perfumada con jazmines del Sacromonte. Cuántos momentos mágicos con Juan, que se nos fue el pasado jueves dejándonos estrujado el corazón y rebuscando en los cajones de casa esas grabaciones de festivales o fiestas privadas en las que armonizaba los cantes melódicos de Bernardo el de los Lobitos o la voz rota de dolor de Fernanda de Utrera.

Como guitarrista, Juan Habichuela ya estaba en la historia antes de dar el último suspiro. Nada ambicioso, tanto en lo artístico como en lo personal, su vida fue siempre como su toque, limpia y pausada. Nunca levantaba la voz, jamás habló mal de nadie, para él eran todos buenos. Fue un señor y un caballero dentro y fuera de los escenarios. Era esa clase de artista humilde, sabiéndose grande. Y tenía una rara habilidad para caer bien en todas partes y ante todos. Cuando se supo su muerte, las redes sociales echaban humo: admiradores, amigos, familiares, compañeros..., todos querían comunicar su dolor ante tan irreparable pérdida. Incluso sabiendo que era ya una persona octogenaria y que no andaba sobrado de salud. No todos los días se va un Juan Habichuela.

Ahora se habla de falta de reconocimientos a su carrera y a su arte. Lo típico en estos casos. Seguramente no ha sido suficientemente reconocido, pero, ¿qué más da eso ahora? Jamás le escuché quejarse de eso, de falta de reconocimientos a su magisterio. Su nombre era una marca; lo es aún. Nadie sabe nada de Patiño, Paco el Barbero o el Maestro Pérez y se sigue hablando de ellos. Y ni siquiera dejaron grabaciones. De los dos primeros no hay fotografías, luego no sabemos cómo eran físicamente, no podemos ponerles cara. Pero están en los libros de historia de la guitarra y del flamenco en general. Juan nos ha dejado muchos discos acompañando a las mejores voces del cante, que van a enseñar a generaciones y generaciones a cómo se acompaña al cante, ese arte tan difícil. Y nos ha dejado programas de televisión en los que los jóvenes van a seguir viendo cómo colocaba las manos en la guitarra y cómo jamás le perdía la cara al cantaor.

Cuando creía que no me quedaban lágrimas, de tantas como he derramado en estos dos últimos meses, descubrí la otra noche que aún tenía lleno el lagrimal. Al conocer la noticia de su muerte, abatido, busqué una granaína suya grabada para Televisión Española, con un trémolo increíble y una profundidad que lastimaba el alma, y lloré sobre sus manos a lágrima viva. No todos los días se muere un Juan Habichuela. Y no todos los días se va para siempre un amigo del alma. Presumo, sí, de haber tenido su cariño y su respeto, que compensa todos los sinsabores de una profesión para la que hay que tener más de un corazón. Confieso que estoy cansado de despedir a artistas a los que he admirado y a amigos a los que he amado. Por eso, querido maestro, no me despido de ti. Lo siento, me niego.