Doce días de vacaciones me han bastado para seguir creyendo que no sirven de mucho, pero sobre todo que no valen para descansar. He recorrido miles de kilómetros en coche, comido y bebido más que nunca, dormido menos de lo normal y, sobre todo, gastado más de lo recomendable ante la incertidumbre del momento. Alguna multa llegará a casa por ir más deprisa de lo permitido, con lo que la cartilla dará un bajonazo considerable y en Navidad no tendré para ir a Ámsterdam. Me veré obligado a posponer un año más mi viaje a la tumba del maestro don Antonio Machado, en Colliure (Francia), antes de que un día se le ocurra a alguien exhumar sus restos y traerlos a Sevilla, que ya no sería lo mismo. Y todo esto por pasar doce días de vacaciones entre el Cabo de Gata y Ávila, muerto de pena por la marcha de mi perro Surco. No sé lo que es el síndrome posvacacional y espero seguir sin saberlo, porque solo faltaría eso, una especie de puntilla a un mes terrible. Y encima me espera la Bienal de Zoido, tan de locos como las demás. Tierra, trágame.