Típicos tópicos

La burla del cónsul ha renovado el cliché de que se habla mal en Andalucía, el lugar que enseñó al mundo a hablar en español

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05 ago 2017 / 22:34 h - Actualizado: 05 ago 2017 / 22:39 h.
"La memoria del olvido"
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Andalucía ha dado a la literatura española desde la Gramática de la Lengua Castellana, de Antonio de Nebrija, hasta la forma de expresarse de la mayoría de los premios Nobel que, desde España o desde América, escribieron en castellano. Son miles los escritores andaluces que, tanto en prosa como en verso, no sólo llenan las antologías literarias sino que, en cada época, fueron marcando las pautas por las que caminaban las letras españolas.

¿Por qué, sin embargo, no se cesa de ridiculizar el habla andaluza y de intentar convertirla en sinónimo de incultura?

El último ejemplo, el del que hasta hace unos días era cónsul de España en Washington –o sea, el representante de nuestro gobierno encargado de defender a los españoles en Estados Unidos– el que se la tomaba a chacota. Lo peor es que, cuando lo destituyen (más por haber personalizado ese habla en la de la presidenta de esta comunidad autónoma que por vilipendiar a ocho millones y medio de ciudadanos españoles) se extraña de que le haya caído esa sanción «ya que sólo trataba de hacer una broma».

La «broma» del cónsul era la misma que la de Artur Mas cuando, hace ya tiempo, dijo «los andaluces hablan castellano pero no se les entiende» o las que gastaron, incluso, miembros del PSOE de otras latitudes españolas a Susana Díaz durante la campaña de las primarias.

¿De donde viene esa tendencia y por qué se mantiene?

Sin duda algo tiene que ver en todo ello el cambio de norma que se produce en el siglo XVIII. Entonces la recién nacida Real Academia de la Lengua toma como regla la pronunciación de Castilla aunque hubiera sido la de Andalucía la que más había influido en el castellano que se hablaba en América.

Es entonces cuando vuelve a escena el remedo de andaluz que fue usado para mover a risa dos siglos antes, cuando lo ponían en boca de los gitanos Gil Vicente, Cervantes e, incluso, Góngora. Por una serie de circunstancias y, principalmente, porque a lo largo y ancho de esta tierra el Siglo de Oro había traído un sinfín de fiestas y representaciones teatrales, eran muchos y muchas los que tenían esta profesión.

Del setecientos en adelante a la mayoría de ellos quedarán reservados los papeles de sirvientes, gente del mundo rural..., los gitanos de Cervantes y Gil Vicente, en suma, con las mismas palabras y las mismas faltas de ortografía que el cónsul de España en la capital de Estados Unidos achacaba a la presidenta de la Junta de Andalucía, representante de todos los andaluces en la forma de hablar y no sabemos si –también– en la inveterada incapacidad de salir del hoyo social.

Aquellas condenas tuvieron efectos secundarios de gran importancia. En cuanto quedó fijado el cliché de que en Andalucía se hablaba mal, los andaluces que querían abrirse paso entre las élites procuraban evitar la dicción dialectal materna cuyo uso en la escuela, además (aunque el típico tópico lo haya restringido a la lengua de Cataluña y el País Vasco), era motivo de castigo para los niños y jóvenes en toda España menos en Castilla (y no toda).

Pero ello no tenía la misma trascendencia en un territorio pequeño que en el que ocupaba (y ocupa) la quinta parte de España y tenía (y tiene) en su haber un peso específico de mucha densidad en la historia, la literatura, la cultura, la demografía y las raíces económicas de la nación.

La cuestión no debería haber sido baladí para quienes habitaban (y habitamos) esta tierra y, sin embargo, no pareció tener importancia para quienes tuvieron en sus manos, en cada momento histórico, las riendas de este territorio. Si exceptuamos los ribetes de la filosofía en la que se movían las teorías de Blas Infante, no existió aquí nunca un movimiento que reivindicara los parámetros lingüísticos andaluces y, a partir de ahí, el papel que Andalucía había cumplido en una lengua que se hablaba en Europa, América, Oceanía e, incluso, en algunos enclaves africanos.

El régimen de Franco, a lo largo de casi medio siglo, continuó desarrollando los carriles por los que había marchado el Espíritu Nacional desde mediados del siglo XIX, cuando España se vio en la necesidad de presentarse ante el mundo como una tierra diferente (gracias a los rasgos de Andalucía).

De este modo volvió a desarrollarse el tópico que alcanzó cotas muy altas cuando, a principios de los años 50 del siglo pasado, comenzó el movimiento migratorio que desplazó hasta el norte de España a cientos de miles de andaluces en busca de trabajo. Pertenecían en su mayoría al mundo rural que, como en cualquier otra parte de esta piel de toro, había tenido poca comunicación con el exterior y hablaba con acento y deje propios. Al llegar a Barcelona, Bilbao, Gijón o la cuenca minera asturiana no eran entendidos. Tampoco ellos entendían a los naturales de allí pero, naturalmente, eso no contaba para el tópico. Lo que quedó palmariamente claro es que los andaluces no sabían hablar.

Cuando llegó la hora de la consecución de la autonomía desde la administración andaluza se hizo muy poco en este sentido y, por su parte, los intelectuales andaluces tampoco pusieron ningún empeño en resaltar aquellos elementos de Andalucía que hubieran tenido importancia en su visión del mundo: para evitar cualquier conflicto resaltaron una indefinida españolidad en la que cabía de todo. Se acuñó, incluso (no fuera a ser que nos creyeran separatistas) una frase definitoria tan rimbombante como miedosa: cualquiera que aquí resaltara no era andaluz; era andaluz universal. O sea, alguien sin raíces y sin capacidad de dorar su patria.

Por eso, mientras Andalucía no adopte una posición valiente de defensa de su entidad y su dignidad, tendremos que seguir soportando el típico tópico.