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Un sancocho intragable

España es un país libre, se supone, en el que no obligan a nadie a ir a misa o a ver un portal de belén. Yo mismo no voy nunca a misa, solo cuando alguna vez he llevado a mi madre, que es creyente y la respeto

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
28 nov 2015 / 08:00 h - Actualizado: 28 nov 2015 / 11:05 h.
"Religión","Desvariando","Navidad"
  • Un sancocho intragable

Soy de izquierdas, o al menos eso he creído siempre, pero me gusta la Navidad. Siempre me gustó, desde que tengo uso de razón. También es verdad que me crié en un pueblecito de poco más de quinientos habitantes entonces, en los años sesenta, Palomares del Río, donde no había casi de nada, solo pobres y algunos adinerados, pocos, que no hacían ostentación de caudales y que iban al campo cada día a trabajar o a organizar la faena de los jornaleros. La mayoría éramos pobres y no lo sabíamos, porque al no haber niños ricos no podíamos comparar. Por tanto, era una pobreza relativa. Nuestras madres nos asustaban con los pobres, que eran unas personas que pasaban a veces por el pueblo mal vestidos y con un saco al hombro, vagabundos, hombres sin hogar que buscaban chatarra o cogían espárragos para rifarlos en los bares y en las tiendas.

La feria era una vez al año y consistía en poner cuatro bombillas en la calle Iglesia, unas cunitas en la Plazoleta y un puesto de turrón. Y la clásica cucaña, que era la atracción reina de las fiestas. Solíamos estrenar un pantalón y un abrigo, y poco más. Por tanto, cuando llegaba la Navidad, los niños éramos felices, sin entrar en si el Niño de Dios era un invento de los curas o un extraterrestre. No entendíamos de religión ni de política. En Palomares no se hablaba de política, solo de fútbol, del Sevilla, del Betis y del Madrid. Y de la selección española, claro, cuando jugaban Gento, Amancio, Gárate, Iribar, Zoco y Pirri. El bar de Pepe el Juez o el de Ricardo se llenaban de hombres con gorra que gritaban y bebían como cosacos. Entonces las mujeres no veían el fútbol, solo lavaban en los lebrillos y llevaban a los niños andando al colegio. Y eso era Palomares, un pueblo blanco de cal rodeado de huertas y olivos, con una iglesia, el cuartel de la Guardia Civil y un campo de fútbol terrizo, sin césped ni albero, lleno de terrones y guijarros como huevos.

Pero llegaba la Navidad y todo cambiaba, se hacían candelas en los corrales y en las hijuelas y los niños cantábamos campanilleros y villancicos a cambio de alfajores, cortadillos, garrapiñadas y mojones de perro. En casi todas las casas se mataba un pollo o un pavo y había dulces de Carmen Pichardo, que llegó a ser alcaldesa. Alguien montaba una tienda temporal de juguetes y siempre caía algo en Reyes, una camioneta de madera, unas cartucheras con dos pistolas de pasta o una pelota de goma o de plástico. ¿Cómo no íbamos a amar la Navidad si eran unos días de felicidad, tan escasos durante todo el año?

En esas fiestas, además, siempre venía algún familiar de Arahal cargado con un canasto de dulces, morcillas de La Perejila y aceitunas prietas, y con un monedero lleno de pesetas, reales y duros. Tenían la cara de Franco, sí, pero nos daba igual. Los niños no teníamos ni idea de quién era ese señor tan serio vestido de militar al que veíamos cada día en el colegio mirándonos desde un marco a través de un cristal y que sonreía cuando cantábamos el Cara al Sol en el patio del colegio. Me sé aún de memoria esa canción, lo mismo que no se me ha olvidado aquella alineación del Real Madrid que hizo historia, la de Betancort, Calpe, De Felipe, Sanchís, Pirri, Zoco, Serena, Amancio, Groso, Velázquez y Gento. No teníamos ni idea de que fuera el equipo del Régimen. Ni siquiera de lo que era el Régimen. Yo era más de Viriato, por cierto.

Claro, que adorábamos la Navidad. Y eso no se lo puede uno sacar de la cabeza porque lo diga Ada Colau, que acaba de llegar a la política. Somos lo que hemos vivido y es verdad que uno puede tomar ahora libremente la decisión de participar o no de estas fiestas, pero no porque lo diga la alcaldesa de Barcelona, sino porque queramos cantar o no villancicos o poner en nuestras casas un árbol de Navidad. En mi casa se pone cada año y me gusta, porque me recuerda de alguna manera a aquellos años en Palomares del Río y vuelven a mi paladar el sabor de los mantecados y el pollo en salsa y veo los juguetes que dejaba mi abuelo en el lebrillo del corral la noche de Reyes y al turronero dándonos a probar la calabaza en dulce.

El mundo está a punto de saltar por los aires, de irse a la mierda, y a estos no se les ocurren nada más que estupideces, banalidades. No quieren guerras, pero se la han declarado a tradiciones que siguen vivas en el pueblo porque nos gustan. España es un país libre, se supone, en el que no obligan a nadie a ir a misa o a ver un portal de belén. Yo mismo no voy nunca a misa, solo cuando alguna vez he llevado a mi madre, que es creyente y la respeto. Y aunque me aburro oyendo al cura, disfruto viendo cómo ella es feliz. Tampoco me gusta Se llama copla o Menuda noche, y veo a veces esos horribles programas de la nuestra, porque sé que le hace feliz que comparta con ella esos momentos. Tampoco le gustaba a mi madre andar diez kilómetros algunos días para ir a trabajar a un almacén de aceitunas de Coria del Río, El Pollo, que es de lo que comíamos en casa, y lo hizo siempre sin quejarse, con amor, porque nos quería, porque éramos sus hijos.

Estos que gobiernan y los que quieren gobernar no nos quieren para nada, solo para que les ayudemos a alcanzar el poder. No nos respetan, en general, porque respetar es aceptar el criterio del otro, aunque sea distinto al tuyo. Esta nueva izquierda no me gusta nada, entre otras cosas, porque nos está diseñando ya un modelo de vida sin ni siquiera haber llegado al Gobierno. No un modelo que sirva para mejorar la vida de todos, sino la de quienes ellos suponen que los van a llevar al poder, que es lo único que les interesa. Quienes no estén con ellos, son sus enemigos y esa es una manera desacertada de hacer política.

Yo era comunista hasta que me di cuenta de que el comunismo no existe, al menos en España. Ahora soy solo de izquierdas, pero no me siento representado por estos que pretenden decirme cómo he de vivir, qué tradiciones debo de olvidar y a quién tengo que odiar. Me gustaba más la izquierda flexible y fresca de la Transición, que estos de ahora han convertido en un sancocho intragable.