Desventuras de la cultura andaluza

Desde el XVIII, sus personajes fueron destinados a representar el papel de servidor y su habla condenada a ser la de estos

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03 jun 2017 / 20:39 h - Actualizado: 03 jun 2017 / 23:12 h.
"La memoria del olvido"
  • Federico García Lorca. / El Correo
    Federico García Lorca. / El Correo

De todas las reflexiones que, desde Andalucía y al margen de lo político, pueden hacerse sobre los pormenores de la reciente campaña de elecciones primarias del PSOE, hay una que concierne no sólo a los socialistas sino a todos los andaluces: muchos de los comentarios, gestos y acciones que aparecieron esos días contra la candidata Susana Díaz –fuera y dentro de su partido– lejos de mantenerse en los límites del debate, tuvieron contenidos insultantes y, con asiduidad, relacionados con la tierra en la que nació y vive: ésta. Iban dirigidos a ella pero, al calificarla negativamente en la forma que lo hacían, ponían de manifiesto el estereotipo que de Andalucía existe en las cabezas de buena parte de los españoles, incluidas las de gentes del puño y la rosa. Venían a decir que la representante de una comunidad inculta y subvencionada no podía aspirar a la jefatura del gobierno de la nación.

El hecho es preocupante porque, ante él, no vale el argumento de la transformación que Andalucía ha experimentado en los últimos cuarenta años ya que eso es considerado un «regalo más» de los que esta tierra y sus habitantes vienen recibiendo desde hace siglos. Lo expresó hace algún tiempo en reunión de amigos a una norteña con el atrevimiento prestado por la ignorancia y mucho complejo de superioridad: –«Qué cara la de los andaluces, que tenéis todas las autovías gratis». Así, como si aquí se hubieran dilapidado unos fondos europeos, destinados precisamente a eso y no a trazar carreteras de peaje.

«El cliché de tierra festera que habla mal y vive de la dadivosidad de los otros viene de lejos. Las coordenadas culturales andaluzas, aunque sean mucho más potentes que las de otros territorios españoles, en primer lugar están lastradas desde el siglo XVIII, cuando, en la caracterización nacional, sus personajes fueron destinados a representar siempre los papeles de servidores y su habla condenada a ser la de éstos. En segundo, sus rasgos culturales identitarios fueron asumidos en el XIX por España para «venderse» en el extranjero y, a continuación –cuando llegó el desastre del 98– rechazados por las minorías que trataban de salvar de la quema a Cataluña y el País Vasco (disimulando que eran, precisamente, los que tenían mayores relaciones con lo perdido en América), o por las que pensaban que España, para renacer de sus cenizas, estaba obligada a erradicar cuanto tenía de «andaluza».

Y, en tercer lugar, convertidos los rasgos culturales sureños en productos mercantiles, a nuestras élites (desde Bécquer a Picasso pasando por Antonio Machado y García Lorca) les faltó –salvo en destellos fugaces– ser conscientes de que la raíz de su propia importancia estaba en Andalucía. Quizás uno de los pocos que (junto con Cansinos Assens), conscientemente, basó su obra en la reinterpretación de nuestros rasgos de indentidad fue Julio Romero de Torres pero, inmediatamente, descendió a pintor menor, digno sólo de figurar en almanaques costumbristas, porque no encajaba en los parámetros nacionales aunque fuera la figura principal de un modernismo atípico y un ejemplo de la dislocación entre la cultura oficial y la cultura real en los años 20 del siglo pasado.

Cuando la marginación histórica se prolonga durante mucho tiempo, quienes la padecen pueden quedar colectivamente condenados a sentirse sujetos pasivos de cuanto ocurre, a no ser conscientes de las fuerzas que generan y, por tanto, a no encardinar ni poner en valor a aquellos cuyo esfuerzo e inteligencia las hizo funcionar o las desarrolló. Eso está pasando, por ejemplo, con el 25º aniversario de la Expo donde ésta se presenta –de nuevo– con los colores de un regalo que recibimos olvidándose que la iniciativa partió de aquí, de una Andalucía que cambiaba aceleradamente gracias al entusiasmo colectivo y a la capacidad y la entrega de muchas personas en una administración –la autonómica– que tan sólo unos años antes no existía y que, sin rodaje, emprendió la vertebración de un territorio de la misma extensión que Austria.

Se olvida que esos 80.000 kilómetros cuadrados no estaban conectados entre sí, que Sevilla (y el resto) se movía sin Plan General de Ordenación Urbana, que sólo en unas pocas ciudades existían institutos de Enseñanza Media, que la arquitectura contemporánea brillaba por su ausencia, que el mobiliario urbano era anticuado, que no existían orquestas ni -casi- teatros, que nuestras ciudades históricas medias se caían a pedazos y los centros de las capitales estaban repletos de casas malsanas, que no se depuraban las aguas, eran escasas las técnicas y la vertebración agrícolas...

A casi todas esas carencias se les fue dando solución pero la Cultura de Andalucía, la que puso el nombre de esta tierra en Europa y el mundo y hoy continúa viva, no es percibida como Cultura, con mayúsculas, sino merchadising. Continuó siendo un cajón de sastre provinciano o localista en el que sólo cabían un Bécquer sevillano, un Picasso malagueño, un Lorca granadino...; incluso un Giner de los Ríos madrileño y un pito rociero gallego. En ese zapato de Cenicienta no entraba lo andaluz ni con calzador.

Mientras las carreteras salían de su estrechez no se hicieron planes para ampliar los grandes alamedas identitarias (sólo se salva de esto el flamenco y, tal vez, porque se canta en «español mal hablao»). Para nuestra endeble clase empresarial ha sido más provechoso dejarlos como estaban, para la mayor parte de nuestra intelectualidad y casta universitaria una rémora de intocables hindues.

En los gobiernos andaluces las autovías tuvieron más importancia que la Cultura y eso se paga. El primer plazo lo ha saldado Susana Díaz pero, de no cambiar, los otros habrá que seguir pagándolos entre todos.