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Memoria de la Sevilla francesa

En los últimos días de enero de 1810, se plantaba en la Cruz del Campo el Duque de Dalmacia con las tropas francesas que habrían de tomar Sevilla

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28 ene 2018 / 22:13 h - Actualizado: 28 ene 2018 / 22:52 h.
  • El Duque de Dalmacia se plantó en Sevilla al frente de las tropas francesas en enero de 1810. / El Correo
    El Duque de Dalmacia se plantó en Sevilla al frente de las tropas francesas en enero de 1810. / El Correo

En los últimos días de enero de 1810, se plantaba en la Cruz del Campo el Duque de Dalmacia con las tropas francesas que habrían de tomar Sevilla y ser el núcleo duro de la ocupación y gobierno de toda Andalucía. Aproximadamente un mes antes lo habían hecho, camino de Cádiz, los miembros del gobierno de la España que resistía a Napoleón, dejando enterrado en la iglesia de la Magdalena (que no es la de hoy sino otra cuya planta ocupaba el espacio de la actual plaza de ese nombre) al Conde de Floridablanca, presidente de la Junta Suprema Central, que unas veces fue progresista y otras reaccionario. O sea, la viva estampa de la miedosa Ilustración Española.

Todo aquello había estado envuelto, desde casi dos años antes, en el clima de exaltación político-religiosa propia del absolutismo que tan bien retrató Valle Inclán en Gerifaltes de Antaño y de la que, una vez terminada la guerra y habiendo caído Napoleón, se hicieron su selfie los persas en el manifiesto que los hubiera dejado retratados para la eternidad si en las escuelas de España se hubiera estudiado alguna vez esa época.

En las escaramuzas que, desde mucho antes, precedieron a aquel desbarajuste fue linchado a lo largo de la actual calle Zaragoza y rematado en su final, la Puerta de Triana, un Conde del Águila que anda desaparecido en los ciento y pico de volúmenes del Espasa-Calpe, la enciclopedia que nació para medirse con la Británica y acabó donde acaban las obras que solamente son eruditas: llevadas ante el tribunal del Libre Albedrío de la calle Feria, el Jueves.

Tras ese asesinato siguieron desgranándose los días y, en medio de triduos o quinarios, prédicas, soflamas y penitencias públicas por los agravios que a la divinidad habían causado los ilustrados y sus ideas, llegó la noticia de la victoria de Bailén y, a continuación, el mismísimo hacedor de aquel triunfo, el general Castaños, con su ejército, cientos de prisioneros –que fueron enviados a las marismas de Lebrija– y la espada del vencido, el general Dupont. Repicaron todas las campanas de la Giralda y el militar entregó como ofrenda el arma capturada al cabildo catedralicio, reunido al pie de la torre.

Los rasgos y señales del espíritu rancio se elevaron al paroxismo en un clima cada vez más enrarecido en el que los frailes –en especial los capuchinos– se convirtieron en agitadores callejeros que llamaban a no renunciar nunca a las sagradas esencias de la patria. Aquí es, precisamente, donde aparece el término «patriota» en contraposición al de «ciudadano», execrado por derivar del que designaba a los franceses del Arco del Triunfo parisino, dirigidos por una señora con poca ropa y un niño –la Gavroche– «con los cojoncillos al aire», según lo describía Ajejo Carpentier.

Pese a ello, las noticias que llegaban de Madrid era cada vez más inquietantes y, aquí, todos cuantos podían, tomaban el camino de Cádiz por tierra o por mar. Las inmediaciones del puerto y el camino hacia Jerez, más allá del Prado de San Sebastián, se llenaron de gente que increpaba y apedreaba a los «desertores» pero eso, obviamente, no restaba ni un minuto al avance de las tropas francesas hacia Despeñaperros.

De modo que cuando la llegada de éstas a la Cruz del Campo se evidenció como algo inevitable por haber olvidado aquello de «a Dios rogando y con el mazo dando», remolinos de tragedia aventaron la hojarasca del heroísmo de incesario exhibido en los meses anteriores, cantando los salmos de la letanía de los santos (a peste, fame et bello/liberanos, Domine), se pidió a una comisión de personalidades eclesiásticas y civiles que saliera al encuentro de aquellos que, hasta el día de antes, habían sido los jinetes del Apocalipsis para tratar de aplacarlos.

«El Progreso»

Los franceses se dejaron aplacar porque, por un lado, venían bien asesorados por los sevillanos que habían optado por apoyar los principios de la Revolución Francesa y, por otro, estaban convencidos de ser «el Progreso». De modo que, prácticamente la única condición que pusieron fue simbólica: recibir de manos del Deán, en el mismo lugar y con idéntico ceremonial, la espada del General Dupont.

Los dos años de administración napoleónica tienen muy mala fama, sobre todo porque el Mariscal Soult aparece como el Gran Depredador de obras de arte y en especial de las que, salidas de los pinceles de Bartolomé Esteban Murillo, están repartidas por muchos museos de Europa. Eso no es del todo exacto como podrá comprobar quien, al ver la exposición que ahora mismo se exhibe en el Museo de Bellas Artes, lea las vicisitudes padecidas por el cuadro en torno al cual gira la muestra, Jubileo de la Porciuncula, que una galería de Colonia ha cedido por 10 años a cambio de su restauración.

Pero, soslayando ese asunto, la administración de José I Bonaparte –en la que había muchos sevillanos– cumplió un papel modernizador imprescindible para que, en los decenios siguientes al de la retirada de los franceses, Sevilla pudiera situarse en parámetros europeos y hasta aparecer como émula de París.

Los bonapartistas no sólo abrieron plazas en la Magdalena, el barrio de Santa Cruz o la Encarnación, dejando en ésta todo a punto para que naciera allí el primer mercado racional e higiénico de la ciudad, sino que también –y por muy extraño que parezca– instauraron la celebración de las corridas de toros en la mayoría de las fiestas, algo a lo que no habían consentido los monarcas borbónicos anteriores a Fernando VII.

La verdad de la Historia no es nunca tan lineal como ayer la explicaba la Enciclopedia Bruguera de nuestra escuela y hoy se intenta explicar en Cataluña.

En los últimos días de enero de 1810, se plantaba en la Cruz del Campo el Duque de Dalmacia con las tropas francesas que habrían de tomar Sevilla y ser el núcleo duro de la ocupación y gobierno de toda Andalucía. Aproximadamente un mes antes lo habían hecho, camino de Cádiz, los miembros del gobierno de la España que resistía a Napoleón, dejando enterrado en la iglesia de la Magdalena (que no es la de hoy sino otra cuya planta ocupaba el espacio de la actual plaza de ese nombre) al Conde de Floridablanca, presidente de la Junta Suprema Central, que unas veces fue progresista y otras reaccionario. O sea, la viva estampa de la miedosa Ilustración Española.

Todo aquello había estado envuelto, desde casi dos años antes, en el clima de exaltación político-religiosa propia del absolutismo que tan bien retrató Valle Inclán en Gerifaltes de Antaño y de la que, una vez terminada la guerra y habiendo caído Napoleón, se hicieron su selfie los persas en el manifiesto que los hubiera dejado retratados para la eternidad si en las escuelas de España se hubiera estudiado alguna vez esa época.

En las escaramuzas que, desde mucho antes, precedieron a aquel desbarajuste fue linchado a lo largo de la actual calle Zaragoza y rematado en su final, la Puerta de Triana, un Conde del Águila que anda desaparecido en los ciento y pico de volúmenes del Espasa-Calpe, la enciclopedia que nació para medirse con la Británica y acabó donde acaban las obras que solamente son eruditas: llevadas ante el tribunal del Libre Albedrío de la calle Feria, el Jueves.

Tras ese asesinato siguieron desgranándose los días y, en medio de triduos o quinarios, prédicas, soflamas y penitencias públicas por los agravios que a la divinidad habían causado los ilustrados y sus ideas, llegó la noticia de la victoria de Bailén y, a continuación, el mismísimo hacedor de aquel triunfo, el general Castaños, con su ejército, cientos de prisioneros –que fueron enviados a las marismas de Lebrija– y la espada del vencido, el general Dupont. Repicaron todas las campanas de la Giralda y el militar entregó como ofrenda el arma capturada al cabildo catedralicio, reunido al pie de la torre.

Los rasgos y señales del espíritu rancio se elevaron al paroxismo en un clima cada vez más enrarecido en el que los frailes –en especial los capuchinos– se convirtieron en agitadores callejeros que llamaban a no renunciar nunca a las sagradas esencias de la patria. Aquí es, precisamente, donde aparece el término «patriota» en contraposición al de «ciudadano», execrado por derivar del que designaba a los franceses del Arco del Triunfo parisino, dirigidos por una señora con poca ropa y un niño –la Gavroche– «con los cojoncillos al aire», según lo describía Ajejo Carpentier.

Pese a ello, las noticias que llegaban de Madrid era cada vez más inquietantes y, aquí, todos cuantos podían, tomaban el camino de Cádiz por tierra o por mar. Las inmediaciones del puerto y el camino hacia Jerez, más allá del Prado de San Sebastián, se llenaron de gente que increpaba y apedreaba a los «desertores» pero eso, obviamente, no restaba ni un minuto al avance de las tropas francesas hacia Despeñaperros.

De modo que cuando la llegada de éstas a la Cruz del Campo se evidenció como algo inevitable por haber olvidado aquello de «a Dios rogando y con el mazo dando», remolinos de tragedia aventaron la hojarasca del heroísmo de incesario exhibido en los meses anteriores, cantando los salmos de la letanía de los santos (a peste, fame et bello/liberanos, Domine), se pidió a una comisión de personalidades eclesiásticas y civiles que saliera al encuentro de aquellos que, hasta el día de antes, habían sido los jinetes del Apocalipsis para tratar de aplacarlos.

«El Progreso»

Los franceses se dejaron aplacar porque, por un lado, venían bien asesorados por los sevillanos que habían optado por apoyar los principios de la Revolución Francesa y, por otro, estaban convencidos de ser «el Progreso». De modo que, prácticamente la única condición que pusieron fue simbólica: recibir de manos del Deán, en el mismo lugar y con idéntico ceremonial, la espada del general Dupont.

Los dos años de administración napoleónica tienen muy mala fama, sobre todo porque el Mariscal Soult aparece como el Gran Depredador de obras de arte y en especial de las que, salidas de los pinceles de Bartolomé Esteban Murillo, están repartidas por muchos museos de Europa. Eso no es del todo exacto como podrá comprobar quien, al ver la exposición que ahora mismo se exhibe en el Museo de Bellas Artes, lea las vicisitudes padecidas por el cuadro en torno al cual gira la muestra, Jubileo de la Porciuncula, que una galería de Colonia ha cedido por 10 años a cambio de su restauración.

Pero, soslayando ese asunto, la administración de José I Bonaparte –en la que había muchos sevillanos– cumplió un papel modernizador imprescindible para que, en los decenios siguientes al de la retirada de los franceses, Sevilla pudiera situarse en parámetros europeos y hasta aparecer como émula de París.

Los bonapartistas no sólo abrieron plazas en la Magdalena, el barrio de Santa Cruz o la Encarnación, dejando en ésta todo a punto para que naciera allí el primer mercado racional e higiénico de la ciudad, sino que también –y por muy extraño que parezca– instauraron la celebración de las corridas de toros en la mayoría de las fiestas, algo a lo que no habían consentido los monarcas borbónicos anteriores a Fernando VII.

La verdad de la Historia no es nunca tan lineal como ayer la explicaba la Enciclopedia Bruguera de nuestra escuela y hoy se intenta explicar en Cataluña.