“Quienes crean innovaciones en Sevilla solo pueden sobrevivir si las venden fuera”

Juan José Giraldo Mora / Empresario, ingeniero y músico. De investigador de brillante inventiva a emprendedor tan adelantado a su tiempo que encalló, frustrado y embargado, está encontrando en la cultura profesional y social de la economía colaborativa la vía de su relanzamiento.

Juan Luis Pavón juanluispavon1 /
21 ene 2017 / 18:52 h - Actualizado: 21 ene 2017 / 19:05 h.
"Son y están"
  • Juan José Giraldo, en Thinking Company, el espacio que coordina en la sevillana calle Pasaje Mallol. / MANUEL GÓMEZ
    Juan José Giraldo, en Thinking Company, el espacio que coordina en la sevillana calle Pasaje Mallol. / MANUEL GÓMEZ

Es una persona 3D: empresario, ingeniero, músico. Cuando acepta mi petición de entrevista, me dice: “Llevamos 20 años emprendiendo en Sevilla, y hemos sido testigos y partícipes de cambios muy profundos. Y también de lo que es inamovible. Espero que mi humilde experiencia sirva para facilitar el camino a aquellos que quieren innovar, reinventarse, emprender, o, en definitiva, buscarse un lugar en el complejo mundo actual, siendo ellos mismos”. Juan José Giraldo utiliza el plural para englobar a Antonio López López, su principal socio, con gran prestigio por su capacidad para inventar tecnología.

Cuando en 2005 ganaron el concurso televisivo ‘Generación XXI’, presentado por Manuel Campo Vidal, y promovido para el fomento de los jóvenes con talento para inventar innovaciones, todo eran parabienes. Presentaron un desarrollo de software industrial y automática con la visión de una comunicación interactiva de dispositivos de hardware en redes de comunicaciones. Con aplicaciones que van desde el automatismo en la televigilancia hasta el control de niveles de contaminación del agua. Por entonces, casi nadie llamaba a esos avances ‘internet de las cosas’ o ‘smart city’. Por entonces, no sabía Juan José Giraldo que ser innovador no garantiza ni tener buenos clientes ni hacer viable a una empresa.

Usted no es un entrevistado famoso. Preséntese en sociedad.

Nací en Sevilla hace 44 años y vivo en el centro de la ciudad. Me crié en cuarteles de la Guardia Civil, especialmente en San Juan de Aznalfarache y en el Pítamo. Mi padre, ya jubilado, era guardia civil. Soy el mayor de sus tres hijos, mi madre siempre ha ejercido de ama de casa. Estudié en colegios cercanos a los cuarteles. Hice la carrera de Ingeniería Informática en la Universidad de Sevilla y después estuve varios años adscrito como investigador al Departamento de Automática y Sistemas en la Escuela Superior de Ingenieros Industriales. Ahora mi actividad tiene tres vertientes: la empresa de ingeniería Thinc, el espacio de trabajo Thinking Company y el grupo de música Yomuri.

¿Cómo le marcó en su juventud la vida de acuartelamiento?

Se conforma una vida muy grupal, como de pequeño pueblo cerrado y tapiado donde todo transcurre dentro. Cuando salíamos al colegio y al instituto, nos llevaban en el autobús verde de la Guardia Civil, y cuando nos relacionábamos con los compañeros de clase, muchas veces me decían que se notaba distinta nuestra mentalidad por la vida de cuartel. Pero fui feliz en mi infancia, no me quejo. Lo que sí me caracterizó fue desmarcarme sobre el horizonte de vida que quería para mí. El 99% de mis amigos de infancia son guardias civiles, como sus padres. Yo nunca me lo planteé.

¿Por qué eligió Ingeniería Informática?

Cuando tenía 12 años, mis padres me compraron un ordenador. En aquella época, en 1984, los ordenadores eran como máquinas para jugar. Sin embargo, a mí me dio por empezar a programar. En el colegio, en cualquier clase de matemáticas, yo decía: “Esto se puede meter en el ordenador”. Me ponía a programar fórmulas. Yo era un bicho raro. Me gustaba sentirme así, y tan apasionado estaba por jugar a que las tecnologías y las máquinas pensaran, que hice de ese juego mi profesión.

¿Cuáles fueron sus principales trabajos como joven investigador universitario?

Mi tesis desarrolló sistemas de visión artificial para tomar parámetros de los peces en las piscifactorías: cantidad de peces, tamaños, enfermedades. Y la automatización del control correcto de oxígeno, temperatura, Ph, etcétera. Antes, estuve muy implicado en un proyecto de monitorización de incendios forestales, en contacto con equipos multidisciplinares de diferentes países. Conocí los claroscuros de los ambientes de investigación.

¿A qué se refiere?

Las universidades son un mundo demasiado endogámico. Me da mucha pena porque hay gente muy válida: personas con un talento y una capacidad de esfuerzo como no he visto en ningún otro ámbito, pero es un mundo que vive para sí mismo, no tiene conciencia de lo que pasa fuera del campus. No es por torpeza o por maldad. Es porque viven para sí. El concepto de transferencia del conocimiento para aplicarlo debía ser un esfuerzo compartido por la sociedad. Es una asignatura pendiente. Mi visión de la investigación es siempre para aplicarla, para que la gente la use. Y para mí la investigación es cooperación, no competitividad. Cuando viví que las investigaciones no se proyectaban como un resultado hacia la sociedad, y el mayor interés era competir por un puesto, decidí irme y dejar de ser investigador dentro de la Universidad.

¿Cuál fue su primera experiencia dentro de una empresa?

Mi primer contrato profesional fue en una empresa sevillana, Step, que ya no existe, de automática industrial. Mi papel era programar los sistemas de control y todos los cerebros artificiales que tenía su fábrica. Cuando llevaba en ella tres años, la empresa cerró. Y decidí crear la mía. Desde la más absoluta ingenuidad. Me creía con muchos conocimientos y pensaba que el mundo iba a reconocerme, porque sé mucho. Cuando empecé a emprender, pronto empecé a enterarme de qué iban realmente las cosas en el mundo de la empresa.

¿Quién le ayudó?

El vivero de empresas en el Complejo Blanco White, que depende de la Diputación. Y, sobre todo, David Pino, persona clave en Sevilla en el impulso de las empresas de economía social. La cooperativa por la que fuimos más reconocidos es Prototec, para el desarrollo de prototipos. Un modelo de negocio arriesgadísimo: atender a cualquier cliente que necesite una tecnología que no existiera, y hacérsela nosotros. Y cada proyecto a cual más diferente entre sí. Y nosotros asumíamos el riesgo de ese esfuerzo en investigación para el desarrollo. Gracias sobre todo al enorme talento de mi socio Antonio López López, que es un genio de la inventiva, un adelantado a su tiempo. Y logramos el apoyo de la Corporación Tecnológica de Andalucía.

¿De qué avances se sienten más satisfechos?

Hay tres tecnologías que se están utilizando. Una es la máquina de clasificación por visión artificial, con una modalidad para el sector de la aceituna (separando las que tenían algún pequeño defecto, y derivándolas a tres separaciones, las que son aptas para aceitunas de mesa, las que son aptas para cortarlas en rodajas y ponerlas en las pizzas, y las que son aptas para aceite) y otra modalidad para los cangrejos de río, en Isla Mayor, con una máquina capaz de manejarlos vivos y separarlos, ponerlos en fila, y soplarlos tras ver su tamaño y peso). Otra es un bipedestador para minusválidos, fue muy innovador para que puedan moverse de pie y evitar la flexión de las rodillas. Y lo que más se ha implantado es el sistema Miranda de control de los estanques de piscifactorías.

¿Y algún otro cuyo potencial esté aún por sobresalir?

Sobre todo nuestro sistema de supervisión y gestión de datos que proceden de dispositivos físicos, de objetos. Me costaba la misma vida venderlo, pero como ahora se ha acuñado el concepto ‘internet de las cosas’, ya muchas personas le conceden alto valor estratégico a eso, les suena. Uno de mis clientes en este tema es una empresa que le monta las instalaciones de frío a Heineken en sus camiones, me contrata los sistemas telemáticos para monitorizar esas instalaciones ambulantes.

¿Qué otra dificultad padecen para comercializar sistemas tipo ‘internet de las cosas’?

No solo la competencia de grandes empresas que invierten muchísimo en crear esas plataformas, sino la falta de estandarización. Hay una gran pelea de todos los fabricantes para imponerse, y las autoridades públicas no fijan un estándar, lo que provoca un atasco de muchos avances.

¿Recibieron premios a la innovación?

Sí, entre otros el premio en la Feria Internacional del Agua y del Medio Ambiente, en Zaragoza.

¿Qué lecciones ha extraído de los reveses?

La primera: empecé a ser empresario por obligación, no por vocación. Realmente, mi motivación era inventar. La segunda: hace 15 o 10 años, apenas había calidad en el asesoramiento público y privado para emprender, y arrancamos con un nefasto modelo de negocio. La tercera: la reputación de la tecnología que creas depende del éxito comercial de la empresa que la implante. Si ésta es una empresa mal gestionada, por muy bueno que sea tu producto, su desprestigio o su fracaso también te salpica de lleno. Y, lo más importante: solo había acceso a inversión local, y la mayoría eran inversores de mentalidad tradicional, de invertir en pisos. No había modo de convencerles sobre las bondades de tecnologías que requieren 5 años para empezar a ser muy rentables. Ahora todo eso está cambiando a mejor, hay opciones a acceder a inversores de origen global. Y siempre es clave este factor: que las tecnologías novedosas que presentes no se adelanten a su época en las demandas del mercado, ni se queden por detrás de éstas. Atinar en eso es lo más difícil.

Pero ni antes ni ahora es coser y cantar que una empresa sea rentable, que no sufra morosidad...

Precisamente lo que me colapsó fue endeudarme y sufrir los impagos por parte de clientes. De 2008 a 2012 fue una época malísima. No podía ni imaginarme que Hacienda optara por embargarnos a ellos y a nosotros. Teníamos productos en funcionamiento y con éxito, pero se tumbaron todas las posibilidades de la empresa.

¿El mercado se autorregula para decantar que a una tecnología ya le ha llegado su momento de despegue comercial, o depende de que alguien con influencias dé el banderazo de salida?

Hay espirales de euforia y de expectativas cuando grandes instituciones públicas o privadas determinan eso, y dotan de fondos. Y los tecnólogos, como tienen mucha información en la cabeza, también se vuelven locos. Empiezan a acelerarse los procesos de desarrollos tecnológico, empiezan a activarse un montón de startups y de consultoras, todas en busca de fondos que repartirse. Se coge el dinero, se utiliza, pero se logra poco resultado aplicado al ciudadano, porque, además, no se propicia romper las barreras culturales y mentales en los posibles usuarios de esas tecnologías. Y llega un momento en que esa espiral desaparece, y se busca otra. Por lo tanto, si eres una empresa oportunista, puedes plantearte: “Voy a pillar durante cinco años fuentes de financiación y ya está”. Yo no quiero ejercer ese modelo de empresa.

¿Cuál es su modelo?

Para mí, la tecnología tiene que cumplir estos principios básicos: que cubra una necesidad real de las personas; que sea un medio, una herramienta, y no un fin en sí mismo ni un enganche; que sea accesible para la mayoría, y que sea de conocimiento libre. Ese modelo ya existe, no me estoy inventando algo: es el software libre. Y es una fecunda realidad que permite frenar la alocada e irracional aplicación de tecnología porque sí. Estoy esperanzado porque noto cómo crece el número de personas que practican la economía colaborativa, con intercambios y acuerdos en pleno uso de su libertad para decidir qué quieren y cómo lo hacen.

¿Cada vez estamos más enganchados a la tecnología?

Pues yo lo estoy viviendo a la inversa. En Sevilla, cada vez tengo más conocidos que compran o alquilan casas en el campo, como yo mismo, para marcar distancias durante algunos días respecto al enganche tecnológico y a cambio usar sus conocimientos a través de sus manos. Es un retorno a lo básico, a no estar enganchado a lo tecnológico. Animo a todo el mundo a que lo haga. Por ejemplo, manualidades como montar una placa solar en tu casa.

¿Dónde experimenta ese retorno a los campos?

En Madroñero, una aldea junto a Alájar, en la Sierra de Aracena. Un lugar maravilloso. En la casa no tengo internet. Y el concepto de tiempo cambia radicalmente. En la ciudad, muchas veces estás con la sensación de que no has parado de hacer cosas durante todo el día, pero que no has hecho nada, que apenas has avanzado en algo. En cambio, en la sierra rindo el triple. Si me concentro allí para tocar, pues cuando ha terminado la mañana, me doy cuenta de cuánto me ha cundido, y que todavía me queda la mitad del día. E incluso si subo con el portátil a la zona alta de la aldea para disponer de internet, porque no te puedes desconectar al 100%, me noto con una actitud mucho más proclive a resolver conflictos y a buscar acuerdos. En la ciudad se vive con un talante de suspicacias.

¿Ha descubierto que la ciudad en la que decide vivir no tiene por qué ser el espacio en el que consiga sus principales ingresos?

Sin lugar a dudas. Mi nueva etapa tecnológica es para comercialización y distribución en un mercado global. Ya no me voy a equivocar otra vez centrándome en un mercado local-regional, porque las barreras culturales a la innovación son infranqueables. Y entender que una plataforma de internet de las cosas ya es global en sí misma porque da servicio en internet. Sevilla es una buena ciudad para vivir, pero no para hacer negocios innovadores que subsistan gracias al mercado local, porque no está extendida la mentalidad de invertir para adoptar innovaciones. En Sevilla vive un montón de personas talentosas, y a la vez desconocidas en la ciudad, que hacen cosas muy brillantes para clientes que están a miles de kilómetros. En Sevilla se puede innovar bien pero solo se sobrevive si se vende fuera.

¿El ‘coworking’ en Pasaje Mallol lo creó por causa de la crisis?

Siempre habíamos trabajado con mentalidad de compartir y cooperar. Cuando tuvimos que reducir plantilla, empecé a hablar con otras empresas amigas para compartir el espacio. Así empezó. Pero al estar en un sitio interesante, en Pasaje Mallol, en una zona por la que se mueven profesionales muy variados, empezaron a preguntarnos si podían utilizar esa mesa, o aquella,... Y configuré la dinámica de ‘coworking’ con la marca Thinking Company. Y no solo me ha permitido tener ingresos, sino que también me ha cambiado la forma de concebir los proyectos.

Explíquelo.

Yo he sido educado en la mentalidad ingenieril, que es muy racional. Se planifican objetivos, y si te desvías mucho de ellos, vives muy estresado. Ahora me decanto por otro modelo más emocional: no existen objetivos, existen personas con las que merezca la pena crear relaciones de colaboración, y hacer camino. En un mundo tan cambiante, creo que es la manera de acertar. Si el mejor ingeniero del mundo es una persona insoportable, no lo quiero. Por ejemplo, para desarrollar uno de nuestros proyectos de crecimiento del ‘coworking’: Red Inventa, una escuela de inventores. Es necesario saber orientar bien a los jóvenes inventores.

¿De dónde arranca su inquietud por hacer música?

Eso convive conmigo desde que tengo uso de razón. Mi padre, antes de meterse a guardia civil, era acordeonista y se ganaba la vida viajando por pueblos de Huelva fronterizos con Portugal para tocar el acordeón. Siempre ayuda a estimular la pasión por la música que tu padre tenga en casa un instrumento y toque. Además, en el cuartel se fundó una banda, de las típicas que se organizan en Sevilla pensando sobre todo en las procesiones, y de niño empecé a tocar la corneta. Aquello era muy divertido. Y me aficioné tanto a la música que acabé dirigiendo la banda durante muchos años, con sus 60 integrantes ponía en práctica los fines de semana todo lo que aprendía sobre armonía y sobre creación de canciones. Cuando empecé mi carrera profesional, tras mi etapa universitaria, la música de paró dentro de mí. Me centré en ser un buen ingeniero, y realmente me gustaba.

¿Cómo se reactivó su vertiente musical?

La retomé con 35 años de edad. Después de estar 13 sin coger ni un instrumento. Y fue de modo casi fortuito, yo pensaba que esas cosas no sucedían. Le regalé a mi padre un acordeón, porque el suyo estaba ya muy viejo. Yo no había tocado nunca un acordeón. Pero esa noche, lo cogí y, como ya tenía del pasado mi base de fundamentos armónicos, me puse a tocar el vals de la banda sonora de la película ‘Amélie’. Y fue un flechazo. Hasta el extremo de reorientar mi vida y emprender tanto la creación de una empresa tecnológica como fundar un grupo musical: Yomuri, nombre que se me ocurrió cambiando el orden de las sílabas de Murillo.

¿Por el pintor?

Por los Jardines de Murillo. Allí me iba a tocar, a despertar mi curiosidad, a sacar la música que tenía dentro. En mi primera etapa musical, con mi pasión por la informática, me construía mis tarjetas de sonido, y mi habitación era una maraña de cables, ordenadores y teclados. En cambio, en la etapa actual, opté por experimentar música sin artificios, sin cables, sin ordenadores. Música espontánea, no enlatada, realizada por personas aquí y ahora. Y en los Jardines de Murillo, de forma totalmente espontánea, fui conociendo a otros músicos, y formamos el grupo Yomuri, optamos por la música klezmer, de origen judío, que es tan popular en calles y plazas de países de la Europa del Este. Música del pueblo y para el pueblo. Y que también entronca con nuestras raíces culturales de origen judío en España.

Al tocar en espacios públicos, ¿les confunden con quienes tocan en la calle para pedir un donativo?

Hay personas que se confunden. Pero si tú en la calle muestras una actitud que transmite seguridad, la gente acaba percibiéndolo. Y la gente necesita la dinámica de dar sin pedir a cambio. Necesita verdad, y la música en vivo es pura verdad. He extraído muchas lecciones de esas vivencias para aplicarlas como empresario. He conocido incluso a inversores internacionales, a los que no hubiera accedido por una vía convencional. La calle es la mejor estrategia de marketing, y la desaprovechamos porque tenemos muchos prejuicios. En los Jardines de Murillo pasea mucha gente en actitud amable, tranquila, feliz. Procedente de todo el mundo. Y hemos entablado relación con un flautista de la Filarmónica de Berlín, con una violinista que fue concejala de Cultura en París y se puso a tocar con nosotros. Con ella hicimos una gira por Francia y España.

¿Se han convertido en un grupo profesional?

Yomuri existe como experiencia compartida desde hace dos años. Estamos en el punto de inflexión para profesionalizarlo. Hemos grabado dos discos. La Fundación Tres Culturas cuenta con nosotros. Y hemos entrado en el circuito Enrédate que la Consejería de Cultura ofrece a ayuntamientos de Andalucía.

¿Las personas que entienden el mundo de hoy como un continuo tránsito son quienes mejor le comprenden?

Yo sintonizo con todo tipo de personas, porque entiendo el ámbito en el que viven. Obviamente, me siento más cómodo con personas de mente abierta. Para mí, esto no ha sido un cambio de un día para otro. Es el trabajo de una década, de forma consciente. He tenido que desaprender muchas cosas sobre cómo he sido educado, e instalarme en este mundo más abierto, cambiante e interrelacionado, porque creo que no hay otra opción. Reinventarse no tiene que verse como una tragedia, como le ha pasado a los arquitectos, a los ingenieros y a todos los que hemos vivido la crisis. La reinvención parecía la muerte. No, deberíamos tomarlo como algo natural. Y superar eso tan común de que cuando te preguntan quién eres, se responde lo que se ha estudiado durante cinco años de tu vida. Eso no tiene sentido. Una persona no es y no se define por lo que ha hecho durante cinco años.

¿Y gana terreno esa mentalidad en los jóvenes sevillanos, o la mayoría piensa como sus padres o abuelos?

Percibo en Sevilla cómo hay grupos de personas, incluso grupos de edad joven, que están en una mentalidad tradicional y no cambian. Es más, tienen repulsión respecto a quien cambia, marcan distancias con quienes cambian. Sí hay veintañeros sevillanos que me sorprenden muy gratamente. A su edad, ya han viajado por varios países y aprenden de la vida de modo muy acelerado. Hace 15 o 20 años, quienes sentíamos el espíritu de apertura lo teníamos más difícil. Incluso para aprender idiomas, que es la eterna asignatura pendiente en este país: Toda la vida aprendiendo un idioma... sin aprenderlo de verdad. A la vez, Sevilla es una ciudad con capacidad de atracción a gente foránea que decide residir en ella, y es de la que más influye para que se mueva hacia la innovación. El impulso que tenemos muchos sevillanos es debido al empuje de quienes proceden de fuera.