Bienal de Flamenco

Israel Galván y ‘Carmen’: Del mito al souvenir

El genial bailaor sevillano, junto a la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, clausura la Bienal en el Maestranza con una disparatada y desconcertante versión de la ópera de Bizet que parodia el arquetipo de lo español

Israel Galván en su espectáculo Carmen.

Israel Galván en su espectáculo Carmen. / Juan Bezos

Sara Arguijo

Sara Arguijo

Han pasado los años -muchos desde que presentara en el 98 su primera creación propia Los zapatos rojos- y, sin embargo, Israel Galván sigue despertando la misma expectación en sus estrenos de la Bienal y generando la misma división entre aquellos que aplauden hasta su pestañeo y los que se quedan a cuadros frente al desconcertante discurso del artista. Aunque ahora todos hayan mermado sus posturas y los últimos en vez de irse del teatro pidan perdón por no entender.

Más allá de lo atinado o no que esté en sus obras el genial bailaor nos zarandea cada vez para obligarnos a cuestionar las convenciones y los límites del flamenco, en una primera etapa; del arte y su función -si es que la tiene-, en una segunda, y de la idea de lo español y lo sevillano, en una tercera, que inició hace más de una década con la refrescante Fla.co.men. Invitándonos también a acompañarle en su proceso desde el dolor, la indignación, la incomprensión y la liberación que supone quitarle importancia y gravedad a lo trascendental y reírnos de nosotros mismos. Una cosa, por cierto, muy sevillana.

Tras abordar clásicos como El Amor brujo de Falla y La Consagración de la Primera de Stranvisky y hurgar minuciosamente en una Sevilla tan paradójica como inabarcable en propuestas como Seises, que estrenó en la pasada edición de la cita jonda, el encuentro de Galván con Carmen parecía inevitable. Entre otras cosas, porque tanto el personaje de de Prosper Merimée que convirtió en ópera de Bizet, como el del coreógrafo comparten la representación de una identidad construida desde fuera, en este caso desde la mirada francesa, y transitan entre el mito y el arquetipo de souvenir. Ese abanico, capote, flor, torito, peina de plástico o flamenca de cartón fabricado en masa en una oscura fábrica de un país asiático que ofrece al guiri la promesa de una España feliz, que aquí a ratos nos repele y a ratos lucimos con orgullo. Ya advertía Ortega y Gasset que todo andaluz tiene la maravillosa idea de que serlo “es una suerte loca con que ha sido favorecido”.

Así, el bailaor puso fin este sábado (hoy domingo repite sesión) a la Bienal de Flamenco en un Teatro de la Maestranza lleno hasta la bandera con una disparatada y extravagante versión que profundiza en lo más humano y patético de Carmen. Dejando que veamos, por un lado, la representación de una selección de piezas de la ópera en el 150 aniversario de su estreno en París, en concreto aquellas que enfatizan en la destructiva idea del amor, y, por otro, su particular mirada externa, desde la parodia y el humor más naif.

El despliegue artístico que une en el cartel a la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, con la batuta de la directora finlandesa Maria Itkonen; las voces líricas de Nancy Fabiola Herrera, José Bros y Ángel Ódena (en el papel de Carmen, don José y Escamillo); la guitarrista y cantante María Marín, y el peculiar coro finlandés de 24 voces masculinas Huutajat Oulu, contrasta de esta forma con la inexistente escenografía y la simpleza de los recursos escénicos de Pichardo (tienda de disfraces) que Galván utiliza en sus coreografías incidiendo en su idea del arte como un juego de niños. De ahí los papelillos rojos que, como en una función infantil, le sirven para dibujar la sangre y la muerte.

Como en una película de cine mudo, y a través de dos planos que no llegan nunca a converger, la propuesta del Premio Nacional de Danza refleja una imagen de una España falsa y decadente, de amores tóxicos y tendencia al dramatismo, que le sirve al artista para transitar en su particular imaginario donde convive de manera natural lo popular y lo culto. Cuestionando además las fronteras y el sostén de ambos mundos.

Claro que, en esta Carmen, que no es ni la de España, que cantó Marín junto a La falsa moneda, ni la de Merimée ni la de Bizet sino de Galván, encontramos a un Israel instalado en su propia caricatura que propone un relato repetitivo y monótono, sin demasiadas novedades con respecto a lo que le venimos viendo. Aun así, el espectáculo va de menos a más y en sus momentos más flamencos, como cuando pisa el pequeño tablao para bailar por bulerías, sevillanas y alegrías, o en sus irreverentes desvaríos, como la seguiriya que baila con dos grandes cuernos de toro y un rabo, o en las coreografías de la silla nos recuerdan lo necesario (y la suerte que tenemos como vecinos suyos) que es este creador y su impresionante talento como artista y como bailaor.

Igual que el apoteósico final con el coro será uno de esos momentos que no podremos olvidar. Porque él, se vista de lo que se vista, es eso que cantaban a voz en grito estos vikingos mientras Galván balbuceaba: un gitanillo, un pájaro rebelde, amor.