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La salud también habla bielorruso

La Clínica Santa Isabel reedita su tradición de 11 años de vínculo con la hermandad del Cachorro con la revisión médica a más de una decena de niños bielorrusos que pasan sus vacaciones para alejarse de los efectos adversos de Chernóbyl.

el 15 jul 2014 / 10:47 h.

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15921729Hablan en susurros en ruso, pero en algún momento se le escapa un «qué haces loco» o un «ojú que calor» que hace levantar una sonrisa. De esa guisa, tan relajada como animada, acudieron una decena larga de niños bielorrusos a su cita con el pediatra. Un chequeo en toda regla que, como en los últimos 11 años, se ha practicado en la Clínica Santa Isabel, lugar elegido por la hermandad del Cachorro para llevar a sus pequeños a los que, por un espacio de 40 días, alejan de los pueblos que aún sufren las consecuencias del accidente nuclear de Chernóbyl de 1986. Tiempo suficiente para que los gestores del hospital hagan balance de cómo encontraron a los niños en la primera revisión y cómo están ahora. «Antes venían más desnutridos, pero ahora esos países están mejorando mucho», relata, comparando con los primeros chequeos, el presidente del Consejo de Administración de la Clínica Santa Isabel, Gregorio Medina, un médico con un saco lleno de anécdotas, como la particular manera en la que nació el vínculo con la cofradía de la calle Castilla: «un radiólogo, miembro de la hermandad, pidió al hospital hacer un chequeo al Cristo y accedimos. Le practicamos una radiografía en el brazo y este parecía, para el que no es experto, un brazo de verdad». De ese primer paso llegó el de la tradicional expedición de niños bielorrusos, que ayer fueron recibidos por un desayuno de lo más suculento, con batidos, zumos y dulces. Momento que los chicos aprovecharon para bromear y charlar –imposible la traducción– y sus madres temporales y veraniegas mostraran el amor que les profesan. Es el caso de Magdalena Fernández, que lleva siete años con Tania. Hasta se emociona al intentar explicar cuánto quiere a esta pequeña. Ella y sus hijos, con ya 37 y 34 años. El último gesto de amor fue cuando el mayor aplazó el bautizo de su hijo Juan para que pudiera estar en la celebración su tía bielorrusa. A su lado está Pepi, que lleva tres veranos con una chica de nombre impronunciable en español –a cada intento, la chica suelta la carcajada–. «Le decimos Ana», dice. Y ella lo asume con orgullo. Pero el caso más significativo es el de Inmaculada López. Madre de seis niños de 14 a 6 años (Daniel, Pablo, Marta, Raquel, Andrés y Elena), no dudó en hacer en recibir en su hogar a Palina, una niña de apariencia tímida pero que coge confianza rápido. «Al poco nos llamaba papa y mamá», comenta. A pesar de ser el primer año que viaja a España, se ha adaptado rápido. Y le encanta la comida. «Le suelta a todo un te quiero: a un helado, a una pizza y ayer mismo a un puchero», comenta esta madre, que se enroló en esta experiencia a través del peluquero de sus hijos, que le puso en contacto con la hermandad. Sofía, por su parte, se abraza a José Antonio Fernández, que hace una estimación de los beneficios de su estancia. «Hasta dos o tres años más de vida», calcula, mientras recuerda que su pequeña vive el resto del año en Komarin, a 51 kilómetros del desastre de Chernóbyl. Tras el desayuno, toca pasar uno a uno por consulta y con su traductora de la mano. Las revisiones a estos niños incluyen desde análisis clínicos a controles de peso y, en caso de resultar necesario, son explorados por un especialista. La revisión da sus frutos. A algún niño se le detecta tapones de cera en los oídos, a otro alguna muela picada –aunque eso ya tuvieron su pertinente revisión en la Facultad de Odontología– y algún dolor de garganta. «Si quieres ir a Aquopolis, vas a tener que evitar las bebidas frías», le insisten sus monitores, a lo que él aludido responde con un «ya estoy bueno». El parque acuático será uno de sus próximos destinos, al igual que Isla Mágica. Anteriormente, estuvieron de jornada de convivencia en la playa de Caleta (Cádiz) y en el municipio sevillano de Cantillana.

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