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La última de las Alba

Tribuna sobre la duquesa de Alba, por Antonio Zoido, escritor e historiador.

el 20 nov 2014 / 22:28 h.

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Cayetana de Alba baila con el que fue su profesor, Enrique el Cojo. / Manuel Gallardo Cayetana de Alba baila con el que fue su profesor, Enrique el Cojo. / Manuel Gallardo Puedo decir que casi viví los años de mi última infancia y mi juventud en el Palacio de las Dueñas o, al menos, en sus jardines porque el muro trasero de nuestro piso, en la plazuela de la calle Espíritu Santo, también era el que cerraba su perímetro. Allí, por una ventanita que recibía luz y aire de ellos, se colaban las guías de la madreselva que mi madre dejaba rampar unas veces sí y otras no. La convivencia vecinal con la nobleza, sin embargo, se establecía en la azotea; allí tenía para mi disfrute un parque, contemplado desde una altura que sobrepasaban largamente los cipreses, que servía a un vecino para tener en la Alfalfa de los domingos el negocio de venta de jilgueros, capturados con tésnicas artesanas y, según decían los más viejos, fue terraza desde la que todos participaron en el banquete de la boda de Cayetana Fitz-James Stuart con Luis Martínez de Irujo mediante unas esportillas que los camareros llenaban de viandas. Nunca mencionaron si sucedió algo parecido en la puesta de largo de la hija del duque cuatro años después de la guerra y dos años antes de que Franco lo hiciera pasar de embajador en Londres a español sin pasaporte por haber participado en el Manifiesto de Lausana y, a lo mejor también, porque frenó al Caudillo impidiendo que su hija Carmencita compartiera la ceremonia con Cayetana. Sin embargo, cuando yo aspiraba los efluvios primaverales de las Dueñas, tanto el edificio como los jardines permanecían vacíos  la mayor parte del año. De vez en cuando la quietud de la calle se alteraba: se pintaban las paredes de la tapia del palacio, se limpieban los azulejos de la portada y en las casas de vecinos de enfrente (levantadas con los restos del convento que dio nombre al lugar) las madres ponían a los niños a enjaretar con engrudo cadenetas de papel y esas señales de fiesta corralera  era también las de la llegada inminente de “la duquesa”. Los duques de Alba no tuvieron en la Andalucía bajomedieval (la época en la que se acuña en romencero de frontera) o en la renacentista (cuando los nobles se hicieron literatos y mecenas de artistas) la importancia de los de Alcálá de los Gazules, Arcos o Medina Sidonia pero, en cambio, el nombre de la casa logró sobrepasar la frontera de lo nobiliario e instalarse en territorio popular entre el XVIII y el XIX. Goya inmortalizaba en Doñana a Cayetana de Silva y, después, la convertía en otros lienzos en maja o manola de un Madrid dividido entre castizos y petimetres. Y después vino Paca, o sea, María Francisca de Sales Portocarrero, duquesa consorte de Alba, hija de Manuela Kirkpatrik y hermana de Eugenia de Montijo. Manuela fue amiga de toreros como el Tato y dicen que musa de Merimeé en Carmen. Paca, seguramente, la que inspiraría  -ya en tercios populares- esa copla que dice: “Ya se murió mi madrina/ la duquesita de Alba/ si ella no se me muriera/ a mí no me ajusticiaban”: los Alba (las Alba) se habían colado por la puerta trasera en la Andalucía romántica. Nuestra Cayetana Fitz-James Stuart, con la infancia y la juventud dividida entre España, Francia, Inglaterra y Alemania, no encontró Sevilla hasta después de enviudar de Luis Martínez de Irujo. Fue entonces cuando comenzaron a ser cada vez más frecuentes y más largas las estancias sevillanas que, más tarde, ya ennoviada y casada con Jesús Aguirre, se convertirían en temporadas primaverales y otoñales. Yo había vuelto -otra vez- al barrio por mor de la editorial donde trabajaba, en Doña María Coronel. Veía a mediodía a Enrique el Cojo entrar con su vieja guitarra en el Bar Las Dueñas para pregonar a quien quisiera oirlo que “iba al palacio” a enseñar a bailar a su dueña. Ella y “el Duque”, como gustaba autodenominarse el teólogo, pasaron a formar parte de la Sevilla surrealista posmoderna resucitada por los cursos de la Universidad Menéndez y Pelayo que metía en el mismo saco a Borges, Torrente Ballester, el Gran Wyoming y el Reverendo, Salvador Dorado el Penitente, Alfonso Guerra, el editor Jacobo Fitz-James Stuart Martínez de Irujo y el mismo Jesús Aguirre que irrumpió en Sevilla con cosas como poner a Felipe Campuzano a interpretar sus composiciones mientras por la calle Dueñas pasaban el Cristo de la Salud y la Virgen de las Angustias y llegó a ser Comisario del inexistente Pabellón de Sevilla en la Expo-92. Con esos mimbres aristocráticos, populares y vanguardistas (en definitiva, neo-surrealistas) se tejió una personalidad nueva, librepensante, con la que, indudablemente, superó a todas sus predecesoras. Y esta ciudad se le rindió. Iba a los toros y concitaba la atención de la plaza; se sentaba en el teatro de la Mestranza luciendo en su peinado lacitos como los de su tatarabuela, la de Goya. Se la veía por la calle un Jueves Santo y un día cualquiera, regateaba en las tiendas de bisutería y avalorios…  Logró ser, al mismo tiempo, María Teresa Cayetana de Silva, Manuela Kirkpatrik, Paca Portocarrero… y, tal vez -lo más importente- la mujer que no la dejaron ser en su juventud: otra Carmen.

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