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Las esculturas de Gabarrón llenan la Plaza Nueva del colorido que le falta

Quien quiera vez la Plaza Nueva en color, que aproveche ahora. La exposición de esculturas del murciano Cristóbal Gabarrón, tan graciosas y fantásticas, le está reportando al lugar la desaprensiva alegría de paseo marítimo que tanta faltita le hacía al Rey San Fernando...

el 15 sep 2009 / 12:07 h.

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Quien quiera vez la Plaza Nueva en color, que aproveche ahora. La exposición de esculturas del murciano Cristóbal Gabarrón, tan graciosas y fantásticas, le está reportando al lugar la desaprensiva alegría de paseo marítimo que tanta faltita le hacía al Rey San Fernando, aletargado el pobre como un sapo viejo en ese estanque gris de losetones y moles nobles. Viendo a los chiquillos corretear a su alrededor, torearlas con las bicis o usarlas como guaridas relucientes del escondite, lo de menos es intentar comprender en qué se basa el autor para pretender que la colección de estatuas representa la vida, las paranoias y las singladuras del descubridor de América. Será que ambos se llaman Cristóbal. A decir verdad, el lote se asemeja más a un muestrario de experimentos genéticos con tucanes, a una invasión de los pokémon o a ese anuncio de televisores donde salían los conejitos de plastilina formando otras figuras mayores a su capricho. Lo importante es su esperpéntica y jovial belleza a prueba de niños y de juicios de valor.

Sorteando tribus orientales empeñadas en fotografiar el Ayuntamiento sabe Dios con qué fines, el ciudadano Julio Caballero se ha parado un momento ante la pieza titulada Los silencios de Colón X: Esa gente desnuda. La licenciatura en leyes le vale a este joven para aplicarle a la obra uno de los principios del Derecho Romano: no hacer daño a nadie. "Es bonita, inofensiva. No creo que nadie proteste, por rara que sea. Le quita mucha aspereza a todo esto", dice, señalando hacia la plaza con un manotazo desdeñoso.

A la luz de la tarde, la Plaza Nueva parece ahora un cementerio de cometas de colores. El año pasado, con los gigantescos bronces neoclásicos del ruso Mitoraj que llenaron la explanada como si se hubiese desplomado un palacio, la gente se paraba, se rascaba la cabeza, se sorprendía ante la metálica elasticidad de aquellas colosales nalgas presocráticas, comentaba esto y bisbiseaba aquello. Ahora, no. Ahora la gente pasa de largo y, sin reparar en los pingüinos de colores como cacharritos de un parque infantil derretidos por el calor, sonríe sin saber por qué.

"Cada escultura es reflejo [hombre, reflejo, reflejo...] de las inquietudes, de los desafíos o de las alegrías que jalonaron la vida del escultor", reza la inscripción que preside las piezas, fruto todas ellas de la "concepción abierta y dialogante" de Gabarrón. Resulta estremecedora la capacidad de algunos para referirse tan desinhibida y resueltamente a sí mismos o a sus representados. Lo cual no quita méritos ni originalidad ni nada de nada al citado paisaje de asteroides procedentes del planeta Plastidecor que se verá en Sevilla hasta el 9 de noviembre, si no lo prorrogan, como suele ser costumbre, en virtud del prurito sevillano de incumplir plazos.

Las diez estatuas vienen de pasearse por el mundo. Nueva York, Estoril, Cáceres... Al artista, con tanto viaje, se le ha puesto cara cosmopolita a medio camino entre George Lucas y el apostolado de la Cena. Es el rostro de quien ostenta un don escasamente repartido: que cualquier cosa que haga podrá ser utilizada en su defensa. Las diez que ha traído transmiten la sensación, al admirarlas, de que tuviese uno el mar a sus espaldas. Como Colón. Como los tucanes que lo aguardaban al final de su peculiar paseo marítimo. Dicen que eso sólo lo logra un artista.

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