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Actualizado: 02 oct 2022 / 08:07 h.
  • Aleixandre, Cernuda y Lorca.
    Aleixandre, Cernuda y Lorca.

El otoño se acerca con muy poco ruido”, escribió el poeta Ángel González en su penúltimo poemario, publicado el primer año de este siglo bajo el título de Otoños y otras luces, como si adivinara con ese perfecto alejandrino la sutil llegada de una estación que suele vestir el tiempo de melancolía y que reviste a los poetas de una especial capacidad de análisis de una realidad mucho más tangible desde la óptica de sus palabras precisas: “Apagadas cigarras, unos grillos apenas, / defienden el reducto / de un verano obstinado en perpetuarse, / cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste. / Se diría que aquí no pasa nada, / pero un silencio súbito ilumina el prodigio: / ha pasado / un ángel / que se llamaba luz, o fuego, o vida. / Y lo perdimos para siempre”.

El poeta de la Generación del 50 recogía así el testigo, en todo caso, de tantos poetas modernos como habían encontrado antes en el otoño un ambiente propicio para la honda reflexión sobre la vida misma, para la que la estación de las hojas caídas ha supuesto tradicionalmente la metáfora de la madurez, o del acabose, el remanso, en fin, que también supone, por ejemplo -en otra división metafórica pero de una jornada- la tarde machadiana...

El otoño vendrá con caracolas: versos para las hojas caídas
Antonio y Manuel Machado

¿Quién no ha pensado, en todo caso, que aquel sueño de Don Antonio por las galerías de su propia alma ocurría en plena tarde otoñal? “Yo voy soñando caminos / de la tarde. ¡Las colinas / doradas, los verdes pinos, / las polvorientas encinas! / ¿Adónde el camino irá? / Yo voy soñando, viajero, a lo largo del sendero... / -la tarde cayendo está”. En pocas estaciones como en el otoño que ahora viene puede el paisaje hacerse tan cómplice del meditabundo yo poético: “Y todo el campo un momento / se queda, mudo y sombrío, / meditando. Suena el viento / en los álamos del río”. Y en pocas estaciones como en pleno otoño puede oscurecerse la tarde como la propia vida cuando se dan determinadas circunstancias... “La tarde más se oscurece; / y el camino que serpea / y débilmente blanquea / se enturbia y desaparece”. Antonio Machado se convirtió, a comienzos del pasado siglo, y tal vez sin pretenderlo, en el poeta de la tarde disimuladamente otoñal: “Es una tarde cenicienta y mustia, / destartalada, como el alma mía; / y es esta vieja angustia / que habita mi usual hipocondría...”.

También en aquella ampliación andaluza que requirió Campos de Castilla, su autor, ya viudo, titula un poema con una fecha rotundamente otoñal: “Noviembre 1913”, y escribe como en una fábula: “Un año más. El sembrador va echando / la semilla en los surcos de la tierra. / Dos lentas yuntas aran, / mientras pasan las nubes cenicientas / ensombreciendo el campo, / las pardas sementeras, / los grises olivares. Por el fondo / del valle el río el agua turbia lleva. / Tiene Cazorla nieve, / y Mágina tormenta, / su montera Aznaitín. Hacia Granada, / montes con sol, montes de sol y piedra”.

El otoño vendrá con caracolas: versos para las hojas caídas
Juan Ramón, fotografiado por Juan Guerrero en El Retiro en 1934.

Otoños machadianos

Incluso la infancia de Machado, tan elemental en toda su poética del hoy es siempre todavía, tiene sobre el papel un regusto otoñal de escolares que recitan y se entretienen con las moscas de antaño: “Y en la aborrecida escuela, / raudas moscas divertidas, / perseguidas / por amor de lo que vuela / -que todo es volar-, sonoras, / rebotando en los cristales / en los días otoñales... / Moscas de todas las horas”.

También su hermano Manuel, tan distinto –o no- recurrió al otoño para expresar la difícilmente expresable soledad de un poeta que había titulado su poemario Alma nada más arrancar el siglo XX: “En el parque, yo solo... / Han cerrado, / y olvidado / en el parque viejo, solo / me han dejado. / La hoja seca, / vagamente, / indolente, / roza el suelo... / Nada sé, / nada quiero, / nada espero. / Nada... / Solo / en el parque me han dejado / olvidado, / y han cerrado”. Manuel Machado, tan joven aún, insistirá en aquel mismo libro, en otro poema titulado significativamente “Melancolía”, con tono decadente: “Me siento, a veces, triste / como una tarde del Otoño viejo; / de saudades sin nombre, / de penas melancólicas tan lleno... / Mi pensamiento, entonces, / vaga junto a las tumbas de los muertos / y en torno a los cipreses y a los sauces / que, abatidos, se inclinan... Y me acuerdo / de historias tristes, sin poesía... Historias / que tienen casi blancos mis cabellos”.

El otoño vendrá con caracolas: versos para las hojas caídas
Rubén Darío.

Otoño del 27

El aroma otoñal de los Machado, sin pretenderlo, caló en los jóvenes de aquella Generación llamada a constituir la Edad de Plata de la poesía española. Federico García Lorca, el mártir de todo el grupo, parecía emular al maestro en su primer Libro de poemas, allá por 1921, en un poema titulado justamente “Ritmo de otoño”: “El otoño ha dejado ya sin hojas / los álamos del río”, escribía el poeta de Granada. “El agua ha adormecido en plata vieja / al polvo del camino. / Los gusanos se hunden soñolientos / en sus hogares fríos (...) / La mojada tristeza del paisaje / enseña como un lirio / las arrugas severas que dejaron / los ojos pensadores de los siglos”. Tantos años después, al otro lado de su vida, y cuando se dispone a escribir la elegía al torero Sánchez Mejías sin ser consciente de que aquel texto iba a transmutarse en autoelegía para tantos lectores del lejano porvenir, dirá: “El otoño vendrá con caracolas / uva de niebla y montes agrupados / pero nadie querrá mirar tus ojos / porque te has muerto para siempre”.

Gerardo Diego, uno de los patriarcas del grupo y auténtico maestro de la metáfora pura, será capaz de usar el otoño para cincelar las virtudes de una mujer madura: “Mujer densa de horas / y amarilla de frutos / como el sol del ayer. / El reloj de los vientos te vio florecer / cuando en su jaula antigua / se arrancaba las plumas el terco atardecer. / El reloj de los vientos / despertador de pájaros pascuales / que ha dado la vuelta al mundo / y hace juegos de agua en los advientos”.

Y cuando Luis Cernuda, el poeta más quebradizamente sensible de toda su generación, entra en el otoño de su vida, o sea, en aquel exilio sin billete de vuelta para el que escribió Ocnos como antídoto contra su propia soledad, no tiene más remedio que titular “Otoño” uno de aquellos primeros capítulos de la mejor prosa poética de todo el siglo XX: “Encanto de tus otoños infantiles, seducción de una época del año que es la tuya, porque en ella has nacido. La atmósfera del verano, densa hasta entonces, se aligeraba y adquiría una acuidad a través de la cual los sonidos eran casi dolorosos, punzando la carne como la espina de una flor. Caían las primeras lluvias a mediados de setiembre, anunciándolas el trueno y el súbito nublarse del cielo, con un chocar acerado de aguas libres contra prisiones de cristal”. El otoño sevillano recordado de Cernuda, allá en Glasgow, tiene la potencia soberbia de la realidad becqueriana antes de convertirse en poesía al margen de los tiempos: “De las hojas mojadas, de la tierra húmeda, brotaba entonces un aroma delicioso, y el agua de la lluvia recogida en el hueco de tu mano tenía el sabor de aquel aroma, siendo tal la sustancia de donde aquél manaba, oscuro y penetrante, como el de un pétalo ajado de magnolia. Te parecía volver a una dulce costumbre desde lo extraño y distante. Y por la noche, ya en la cama, encogías tu cuerpo, sintiéndolo joven, ligero y puro, en torno de tu alma, fundido con ella, hecho alma también él mismo”.

El otoño del patriarca

El concepto otoñal tuvo que empapar, cómo no, la novela más poética de un narrador nato como fue Gabriel García Márquez, en aquella obra de 1975 en la que, sin resuello de signos de puntuación, el Nobel colombiano fabulaba sobre la soledad del mítico tirano que pareció siempre el mismo en la más reciente tradición latinoamericana. El uruguayo Mario Benedetti, por su parte, advirtió en verso de las ventajas otoñales, como en una providencial llamada al carpe diem que necesitamos estos días: “Aprovechemos el otoño / antes de que el invierno nos escombre / enfrentemos a codazos en la franja del sol / y admiremos a los pájaros que emigran / ahora que calienta el corazón / aunque sea de a ratos y de a poco / pensemos y sintamos todavía / con el viejo cariño que nos queda. / Aprovechemos el otoño / antes de que el futuro se congele / y no haya sitio para la belleza / porque el futuro se nos vuelva escarcha”.

En rigor, toda esa paradoja vital de las hojas jóvenes que se caen para volver a nacer, la había cantado el nicaragüense Rubén Darío en aquella “Canción de otoño en primavera”: “Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro... / y a veces lloro sin querer”. El capitán del Modernismo, una década después de su famosa “Sonatina”, concluye otoñalmente la canción de su deseo: “En vano busqué a la princesa / que estaba triste de esperar. / La vida es dura. Amarga y pesa. / ¡Y no hay princesa que cantar! / Mas a pesar del tiempo terco, / mi sed de amor no tiene fin; / con el cabello gris me acerco / a los rosales del jardín... / Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver!... / Cuando quiero llorar, no lloro, / y a veces lloro sin querer...”.

El otoño espiritual de Juan Ramón

De los versos otoñales del autor, tan influyente, de Cantos de vida y esperanza, debió de rescatar la esencia un poeta andaluz llamado a ser universal. El autor de los Sonetos espirituales, más allá de las facilidades poéticas que entraña cualquier primavera, siguió empeñado en rescatar “lo ardiente, lo claro, lo áureo” en su siguiente libro de su todavía primera época, Estío, y dirá: “Quememos las hojas secas / y solamente dejemos / el diamante puro, para / incorporarlo al recuerdo, / al sol de hoy, al tesoro / de los mirtos venideros”. Precisamente entre sus sonetos hay uno titulado “Otoño”: “Esparce octubre, al blando movimiento / del sur, las hojas áureas y las rojas, / y en la caída clara de sus hojas / se lleva al infinito el pensamiento”. Pero ninguno tan profundo, tan otoñalmente metafísico, tan filosóficamente trascendente como este, titulado “Octubre” en el que, con el paisaje castellano de fondo, el autor de Platero y yo, le canta sin ambages al amor eterno:

Estaba echado yo en la tierra, enfrente
del infinito campo de Castilla
que el otoño envolvía en la amarilla
dulzura de su claro sol poniente.

Lento, el arado, paralelamente
abría el haza oscura, y la sencilla
mano abierta dejaba la semilla
en su entraña partida honradamente.

Pensé arrancarme el corazón, y echarlo,
pleno de su sentir alto y profundo,
al ancho surco del terruño tierno,

a ver si con romperlo y con sembrarlo,
la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor eterno.