Opinión | A compás
Un 2024 muerta de amor
Decía Machado que los pintores enseñan a ver los colores del mundo y hoy, contagiada por los resúmenes que ofrecen estos días los programas de televisión y los informativos con lo mejor y lo peor del año, pienso hasta qué punto el flamenco me ha servido para comprender lo que nos rodea y descubrir lo que soy.
Para empezar, acompañar a los artistas en sus creaciones y verlos crecer, tambalearse, triunfar, asumir riesgos, exponer sus inquietudes o mostrar sus debilidades en los escenarios me ha ayudado a hurgar en mis propias dudas, revisar mis convicciones, aceptar la vulnerabilidad y celebrar las emociones. Porque el flamenco, como arte visceral, pasional, incontrolable y atávico, no acepta lo benévolo ni lo pusilánime. Más bien invita a tomarse la vida de un trago, aunque te atragantes.
Por eso, cuando releo la crónica que escribí en El Correo al salir del Maestranza después de ver Muerta de amor, el espectáculo de Manuel Liñán que ha sido sin duda lo mejor que se ha estrenado este 2024, “todavía me duele el pecho y tengo ganas de gritar, de querer, de sentir el dolor y el desconsuelo del desamor, de follar, de desear a otro, de arrepentirme y sentirme culpable, de morir, de dejarlo ir, de olvidar las heridas, de ilusionarme de nuevo o de entregarme cualquiera”. El placer.
También siento aún la euforia que contagió Pastora Galván en la Peña Torres Macarena cuando apareció “chorreando flamenco” y escuchó el ruido de una afición desatada que no sabía cómo agradecer a la artista ese chute de energía que nos inyectó. Os aseguro que el grito “¡me has alegrado el día, me cago en mis muertos!” que transcribí no era una metáfora. Era la salvación.
Aquí, entre charlas apretadas, debates intensos, risas y besos sinceros, he vivido algunos de los ratitos flamencos más gratificantes, como el que organizamos desde el podcast Fatiguitas junto a los compañeros de la crítica para reconocer a los artistas más destacados de la Bienal de Flamenco, demostrando que, si de algo podemos presumir en lo jondo, es de formar parte de una comunidad que está ahí siempre que se le necesita. Que se respeta, se quiere y se abraza.
La verdad es que en esta casa he aprendido grandes lecciones. Como la de Rosario Toledo que, en una actuación memorable y personalísima, nos enseñó lo importante que es afrontar este arte (y todo) desde el compromiso, la valentía y la honestidad y lo necesario es liberarse de los miedos y ser fiel a una misma.
O la del maestro Javier Barón que, en una emotiva y tierna entrevista que mantuvimos dentro de la iniciativa Flamenco de Hércules, recordó con su habitual discreción y humildad que la clave para labrarse una trayectoria sólida y coherente como la suya está en “la constancia, la paciencia y aprender de todxs y de todo”. ¡Qué alegría verle aún el brillo de los ojos cuando habla de lo suyo!
Haciendo un cálculo por encima de enero a diciembre he podido ver un centenar de espectáculos y recitales desde Jerez a Nueva York, pasando por Pamplona, Madrid o la Puebla de Cazalla, en los teatros más prestigiosos del mundo, en festivales jondos, en peñas, en tablaos, en salas y en el Monkey Week. De la mayoría, excepto alguna gran decepción o cabreo, me llevo un recuerdo grato, algo que me emocionó, me invitó a pensar o me zarandeó. Instantes en los que me reafirmo en el increíble talento y el nivel de excelencia artística que hay en la creación flamenca.
Y luego están las que meses después continúan metidas en tu piel y en tu garganta y, de algún modo, te transforman por dentro. Esto, además de con Muerta de amor, me ocurrió con Ave de Plata, de Sara Jiménez, una propuesta compleja, profunda y soberbia que estrenó en el Festival de Jerez y en la que asistimos a una liberadora metamorfosis de una de las bailaoras más personales, arriesgadas y rotundas de la escena actual.
En el cante, este 2024 han sido las voces de mujeres las que me han arropado con sus ecos sinceros, poderosos, frágiles, salvajes, rebosantes de ternura y de consuelo. Desde María Terremoto, una niña con la fuerza de una madre, cuyo arrebato nos volvió locos en la Bienal al fuego y al temperamento que desparramó Aurora Vargas en el escenario del Hotel Tres Reyes del Flamenco On Fire, pasando por el grito susurrado de Inés Bacán interpretando Los ejes de mi carreta, y la complicidad y frescura de la propuesta de La Tremendita y La Kaíta, dos indígenas de la ortodoxia más punk.
La majestuosidad con la que Yerai Cortés apareció en el Monkey Week, dejando calladas a los cientos de personas que ocupaban la carpa circense con su guitarra tan gitana como contemporánea, ha sido también uno de los momentos del año. De hecho, su propuesta escénica, su álbum y el documental que firma Antón Álvarez -y que pudimos ver en el Festival de Cine- es una de las novedades más refrescantes que nos llevamos.
El buen gusto, el paladar y la sencillez nos la enseñó en la Bienal Emilio Caracafé, una suerte de outsider que toca como vive, desde el extrarradio. Y el soniquete palpitante, entusiasta y colorista lo ha traído Diego del Morao que, en la actuación que ofreció con Israel Fernández en el Festival Flamenco de Nueva York, se llevó todos los oles.
De cine me quedo con otro documental imprescindible para acercarnos a la figura de un cantaor tan original como necesario es el de El Cabrero, disponible ya en abierto en Youtube. Y de arte, con la fascinante exposición de los cafés cantantes del pintaor Patricio Hidalgo. Como lugar, la Reunión de cante jondo de la Puebla de Cazalla, de donde regreso cada vez con esperanzas renovadas y orgullosa de ser flamenca. ¡Feliz año!
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