Moro, leyendas del anticuario con charré
En Sevilla el olvido se ‘amortiza’. Andrés Moro González (1918-1999) fue importante anticuario. Sus cuadros resucitan en EL FALSIFICADOR DE FRANCO (Samarcanda, 2023)
Juan-Carlos Arias
El autor del artículo también lo es del libro donde se escribe más del acaso mejor y más nutrido anticuario europeo. Sus tiendas se prolongaban entre contiguos locales que iban desde la esquina de Argote de Molina hasta Placentines. Su mansión personal (desde el 2014 es Hotel Boutique Palacio Pinello 4*) tenía decenas de habitaciones llenas de piezas.
Además, tenía una serie de naves repletas de toda clase de antigüallas en las afueras de San Juan de Aznalfarache. Pues bien, nada de eso existe ya. ‘El Moro’ meses antes de su muerte, acelerada por un ictus cerebral previo, hacía triplete: con su apellido, apodo y estampa personal vestido con chilaba y calzando babuchas.
Su padre, al parecer de origen italiano, dice la leyenda que renegó de este vástago por no se sabe qué razones, aunque le ubican regentando una platería en la Plaza del Pan, hoy repleta negocios sólo para el turista con la cartera llena. De su madre hay más leyendas.
Una le sitúa cerca del postrero anticuario, desde su más tierna infancia. Otra, como pareja eterna ya que el tándem madre-hijo no tuvo más descendencia que los efebos atléticos que pagaba el anticuario y montaba en charré. El carruaje circulaba sin rumbo por el centro histórico hispalense. El personaje del Moro no precisa aditivos. Se forjó, también, así mismo.
Olfato, avaricia y diminutivos
El tipo que transitó por Sevilla con la identidad del Moro era muchas cosas, pero nunca fue un tonto. Representaba el profesional de su oficio que todo se lo debe a su perspicacia y emprendimientos. Desde muy temprana edad mercadeó con cerámicas, estatuas y cuadros. La mayoría de temática religiosa en la Sevilla más pía y pacata. Agrandó horizontes y clientela por estratégicas tiendas (frente a La Giralda), una labia que al Greco le llamaba ‘Grequito’ y todo lo que pudiera vender lo tildaba como ‘cosita’ que esperaba al comprador compulsivo de las antigüedades, que los hay.
La red de proveedores era de mayoría gitana, los mejores rastreadores de derribos y obras. Ahí pagan poco o nada por lo que vale mucho. Ser un ‘membrillo’ policial le hizo al Moro, poco a poco, ‘intocable’. Como habitúan los chivatos las delaciones eran, con el paso del tiempo, selectivas y para eliminar competidores. Las tuvo tiesas con algunos proveedores que se emanciparon. Aquello encendía ‘velas negras’ al Moro más despechado.
‘Don Andrés’ le apelaban para obtener buen precio de alguna pieza ansiada. Moro era apellido y mote, pero al anticiparse ‘El’ ya rebajaba la cosa al regateo, a la voz elevada o a la guardia baja de un profesional de las antigüedades que tenía todas, repetimos todas, sus piezas en el software mental. Al igual que alergia al pago tributario, cuentas bancarias o salir ‘en los papeles’. Los único que hay publicado del Moro hasta hoy son obituarios o reseñas póstumas. Pocos/as osaron compartir su nombre, en vida y en público. El personaje daba tanto respeto como miedo.
Leyendas mil
Las verdades y mentiras sobre el Moro, además de repetirse sus paseos en charré por las intrincadas del centro sevillano acompañado de un amante ¿de pago? y verlo deambular solo con túnica, pelambrera sin peinar y babuchas, son muchas. La más verdadera es que habría ‘colocado’ a una de sus mejores clientes, Doña Carmen Polo, esposa del Generalísimo un falso bodegón de Velázquez por algo menos que si fuera original. Existe abundantes testimonios que ratifican que ‘La Collares’ compró el cuadro en un palacio de aristócratas sevillano que no fingían una ruina.
La identidad del anticuario, dado su estatus policial de delator, no aparece en ningún atestado oficial. Los interrogatorios que soportó en dependencias policiales en su vida desgranó de inmediato a su selecta clientela y amagó con llamadas para que no le molestaran más sobre dónde, a quién y cuánto pagaba por las piezas que vendía.
Eduardo Olaya, su principal proveedor de obras, fue un excelente copista y multiplicó su identidad en los papeles judiciales y policiales -sin embargo-. El escándalo que tapaba una operación policial que llegó hasta una impune red mundial de venta de cuadros falsos quedó en borrajas sin agua.
Quienes estuvieron cerca del anticuario en vida relatan que su fortuna fue incalculable. Podría acercarse a los 100 millones de euros actuales en activos inmobiliarios, fincas y efectivo. Un ictus le reportó a una silla de ruedas. Llegó a ver piezas suyas en mostradores de la competencia, justo a la que delató años antes.
Uno de sus íntimos, inclusive, llega a afirmar que el Moro podría encarnar el personaje del Avaro en la obra de Molière. La rapiña premorten que sufrió el anticuario se colmató con unos trailers que se llenaron de piezas una noche mientras sus herederos se disputaban la herencia de un soltero, huérfano y sin hijos. ¿Dónde están las piezas?. Aquí valdría otra leyenda de un colega italiano, afincado en Marbella, con hilo directo con la Mafia. Al final lo del karma es verdad.
Más leyendas póstumas del anticuario indican que habría comerciado con expolios de los nazis en Centroeuropa. Los habría facilitado un allegado que le descargó varios camiones de piezas a cambio de millones de pesetas que se habrían pagado en Madrid, cerca del Museo del Prado.
Clientela de incógnitas
El archivo mental del anticuario desapareció años antes de morir. Es un misterio quiénes fueron sus principales compradores. Pero la obra de J. Clavero Salvador de 2012 ‘La herencia de Manolito. De Benamargosa a Aldea del Obispo’ sitúa a Cayetana Fitz-James Stuart en las dependencias más exclusivas del anticuario, concretamente en su mansión privada. La inolvidable Duquesa de Alba, al parecer, frecuentaba al Moro.
Otra cliente constatada fue la actriz y productora estadounidense Goldie Hawn. La dos veces oscarizada por papeles de reparto y tributaria de sendos Globos de Oro estaba chiflada por las piezas del anticuario, pero compraba lo que quería con su billetera, no lo que el Moro intentaban venderle. La Collares era de otra especie, compraría mucho sin pagar.
El marchante madrileño Astasio Egea de la Puente sería otro de los principales compradores del anticuario. Un sábado de abril de 1960 apareció su cuerpo sin vida envenenado. O recibió una llamada de la Brigada Criminal, o leyó que Eduardo Olaya fue detenido en Sevilla.
Los misterios de la muerte de Egea no los aclara la misma policía según innumerables atestados que manejó el autor para elaborar EL FALSIFICADOR DE FRANCO -El pintor que engañó al mundo del arte-(Editorial Samarcanda, 2023). Es un personaje parecido al Moro, parece la encarnación del Guadiana, aparece y de repente se esfuma.
Las andanzas del marchante (art dealer) y postrero editor-poeta estadounidense por Sevilla, Madrid, Barcelona e Italia Stanley Moss (Woodhaven-NY 1925) durante la segunda mitad del siglo XX no son un misterio. Quedan claros sus nexos entre el marchante suicidado, exportador a la galería Moss & Company neoyorquina, y que Egea compraba obra a Olaya, a su vez proveedor de Moro. Pero este embrollo de cuadros, lienzos auténticos y falsos es otra historia, es un ’caso abierto’.
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