Menos a Brasilia, a todas las ciudades las va construyendo indefinidamente su pasado; aunque cuantos se oponen a las innovaciones estén convencidos de defenderlo, es el origen el que con más fuerza se opone a los intentos conservacionistas, el que plantea nuevas cosas, el que levanta un espejo con volúmenes de Historia para convencer de que es necesario trasladar cuatro columnas romanas de la calle Mármoles a la alameda de Hércules o llevarse de allí las figuras de una fuente para ponerlas en el muro de los Jardines de Murillo. La ciudad derriba sus murallas (su imagen en el altar mayor de la catedral) y se transignifica para permanecer.
La verdad aparece clara en el Paseo de Colón, hijo de la arboleda plantada por José Manuel de Arjona que aun vemos en la litografía de Alfred Guesdon, nieto del Arenal. El arquitecto Moneo la dejó plasmada y escrita en su bajorrelieve de la antigua sede de la Previsión Española, reflejando especularmente en el bronce el paisaje urbano del viejo puerto. El edificio, levantado sobre las ruinas de una fábrica de lámparas que antes había sido nave portuaria, atrajo críticas de quienes pensaban que su perfil trastocaría aquel paisaje que no era, en verdad, sino la transfiguración de otros anteriores.
La eterna cuestión sin resolver viene de Grecia; continúa la polémica de Parménides y Heráclito: la ciudad -como los ríos- es siempre la misma porque siempre es ella o, al contrario, no lo es en realidad nunca ya que cambia constantemente. La duda seguirá sin resolver mientras el río discurre plácido hacia su desembocadura. Su cauce se origina en un primer surgidero pero toda el agua nueva que mana de él se vierte sobre el pasado, se funde con él, se convierte en pasado imperceptiblemente. Como este proyecto de Rafael Moneo que hizo correr tanta tinta.
