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El breve camino entre la inocencia y la muerte

Se miró al espejo para darse el último visto bueno. El negro le sentaba bien, aunque la hacía mayor, decía siempre. Se alisó el pelo trigueño y rebelde y cerró la puerta de su dormitorio, ese refugio pintado de rosa. "Que tengo asuntos que hablar con Miguel", dijo en su casa después de que sonara el porterillo...

el 15 sep 2009 / 23:02 h.

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Se miró al espejo para darse el último visto bueno. El negro le sentaba bien, aunque la hacía mayor, decía siempre. Se alisó el pelo trigueño y rebelde y cerró la puerta de su dormitorio, ese refugio pintado de rosa. "Que tengo asuntos que hablar con Miguel", dijo en su casa después de que sonara el porterillo. A los 17 todavía hay que dar el parte de adónde se va y de dónde se viene.

Bajó con paso urgente y allí, en la esquina de la cristalería Dima, cerrada en la lenta tarde de sábado, encontró a Miguel. Pequeño, resuelto, directo. De ojos penetrantes -aún más con lentillas azules- y rostro aniñado. ¿Vamos? Vamos. ¿Adónde?, preguntó el padre, que los cazó en el portal. A Triana. Junto al río. Con los colegas. El frío húmedo de la tarde de perros no les hace cambiar de planes.

En esa moto tuneada, estridente y sin silenciador, la niña recorrió por última vez su barrio: el rincón del pan donde siempre huele a trigo caliente y a despensa de abuela, la lonja enladrillada de Climatización Velasco, el parque infantil donde la Sirenita trepa por el tobogán rojo. Ella prefiere El rey león. Es su película favorita. Porque la que emprende ese paseo de despedida es aún una medio niña, medio mujer, abrazada al chico al que aún quiere. O del que está encaprichada, que tanto da con esos años. Eso es lo que confesarán sus amigos mucho después, cuando todo sea ya inevitable, cuando sobren las palabras. Son poco menos de las seis de la tarde de un día como todos los días. 24 de enero, rezaba el calendario. Es el día de la muerte de Marta.

La vida aún le va a conceder un par de horas de paz y de complicidad con los amigos. Sus manos huelen al incienso que le acaban de regalar y que ya planea quemar poco a poco en su cuarto, que se acerca la Cuaresma. Para el Cachorro. Para el Gran Poder. Sus manos, esas manos que mueve en amplios abanicos cuando explica las cosas, las manos aún vivas en internet. También ahí está Miguel. Durante dos meses le llamó novio. "Todo dejó de ser un juego cuando me dijiste te quiero".

Lo cantaba Fondo Flamenco en el equipo de Marta, dice su familia. Lo cantaba Marta camino del colegio, dicen sus amigos. La charla seguía aplazándose entre quedadas y paseos. Pero tenía que llegar. Fue a solas, con una excusa. Vamos a tu piso a recoger unos CD. A eso, y a hablar. Miguel arranca su moto y pone rumbo a León XIII. Tramo estrecho y muerto cuando el reloj roza las ocho de la noche. No son horas de ir a la peluquería, ni de ponerle una alarma al coche, ni de hacerse una foto de estudio. Una casa heredada les espera. Fue de una mujer difícil, colérica, discapacitada. De una mujer de tres maridos que ya no vive. Fue de la madre de Miguel. Con 19 años, un sueldo y un piso propio. El rey de la pandilla.

La llave gira. Hay alguien dentro. Es Francisco Javier. Miguel saluda a su hermanastro, su ocasional compañero de piso, pero no se entretiene. Su antigua novia y él quieren hablar a solas. En el dormitorio de Miguel se acaba el mundo. Se acaba Marta. Empieza el silencio: un teléfono apagado, una amiga que no contesta, una hija que no aparece.

El final tiene detalles, circunstancias, explicaciones, pero no es más que eso, sólo es el final. Qué se dijeron. Por qué discutieron. Qué sentimientos afloraron de golpe. Qué enervó al joven hasta el asesinato. Preguntas que no cambian la ecuación: Marta yace a medio camino entre la cama y el suelo. Ahí cayó tras recibir probablemente varios golpes en la cabeza con el cenicero de una discoteca. En su caída golpeó la pared, donde un desconchón marca ahora el lugar del crimen. ¿Qué ha pasado, Miguel? Nada. Ya nada. Ahora nada. Los hermanos de madre deben mirarse, deben quedar mudos, deben palidecer. Desconcierto, le dirá Miguel a la Policía. Eso define su sentimiento. Si lo hubo, duró poco. La pasión puesta en el golpe que mata se diluye a los pocos minutos en el frío. Frío cálculo de lo que está por venir.

Los cómplices. Solo no puedo. Hay que moverse. La mente de Miguel trabaja rápido, y más aún la de su hermano, el único adulto implicado en este caso. El chico da un paseo corto hasta la cabina de enfrente de su casa. Un amigo que descuelga al otro lado. ¿Samuel? Vente a mi casa. El pequeño teatro empieza a ampliarse con nuevos actores. Entra el joven -todo piercings-, el mismo que llama a Marta "hermana" y "reina" en sus mensajes de móvil. Viene con un acompañante inesperado. Javi se llama, y trae coche, un Volkswagen Polo blanco, el de su madre. Lo de menos es que tenga 15 años y aún carezca de carné de conducir. Lo de más es que se ha convertido en colaborador, aunque sostiene que actuó amenazado con un revólver.

Cuatro son ya los que observan el cuerpo de Marta en el bajo del número 78 de León XIII. Ahora están en el salón. Alguien la ha movido desde el cuarto. Nadie nunca sabrá si hubo reproches, si hubo llanto o explicaciones en ese momento de expectación. Actuar. Moverse. Acabar. Ésa era la prioridad. Ocho manos ayudan. Hay que mover a Marta, hay que cubrirla, hay que tapar a esa niña guapa que llamaba la atención a las vecinas de Miguel. Sus ojos verdes no ven lo que le hacen. Si fue con delicadeza o brusquedad. Si entre murmullos, entre silencios o a puro grito. Las manos amigas. Las de Miguel. Ahora llevan sangre, como su ropa. Ya se entretendrá en eliminar su rastro. Mientras suena su teléfono -porque los suyos la buscan-, Marta se convierte en fardo pesado, en lastre.

Lejos con ella. En un ovillo sale de su última morada. No hubo ojos que la vieran en su peregrinar: los médicos de consulta y las esteticistas no hacen guardia de noche en la Macarena. Enfiló un pasillo largo, insípido, mortecino, a hombros de su cuadrilla, de Samuel y Javi. Un hombretón alto y un adolescente huesudo. Extraña pareja. Miguel abre camino a la comitiva. El coche estaría en doble fila, seguro. Aparcar es el suplicio bíblico de los vecinos. A esas horas en las que la familia cena unida y mira la Liga no es difícil pasar desapercibido.

Eficacia, silencio, rapidez. Un, dos, tres. Marta está en el asiento trasero del coche y Samuel se pone al volante, con Javier a su vera. Atrás queda el hermanastro. ¿Y Miguel? Miguel toma su moto de siempre y hace caravana. Camino de un entierro sacrílego. Los nervios o la desfachatez los llevan por un recorrido ilegal. Tras un crimen, poco da ya cruzar la Ronda Histórica de Sevilla a contramano. León XIII, Muñoz León, Resolana, Torneo, Plaza de Armas, Torre Triana, Camas. El vehículo sabe dónde ir: allí donde sólo pasan autobuses y ciclistas, donde las parejas jóvenes y las de amor pagado buscan acomodo a falta de techo, donde los jóvenes beben hasta la madrugada. Hoy hay suerte: hace frío y la noche avanza un domingo de agua. Esperan a que pasen dos motos, por si alguien repara en que lo hacen tras la cortina de agua que cae, y ya. Tampoco allí hay ojos que retengan su ritual. Son las diez y media de la noche.

La huida. La niña dulce a ratos, alocada a ratos, inocente y descarada, infantil y adulta, pudorosa y divertida, previsible y sorprendente. La niña de 17 años desde que el mundo es mundo. La niña Marta cae al agua acunada sin ternura por Miguel y Samuel. Un golpe sordo. Un chasquido largo. El río Guadalquivir se la apropia, dormida ya, o quizá no. Si hubo pausa de despedida o huida acelerada, ellos lo saben. Minutos antes, minutos después, los tres amigos se despiden. Javi se pierde en casa, en Sevilla. Samuel recoge en Montequinto a Estefanía, su novia, y se va de fiesta hasta las dos de la madrugada. A Miguel el destino le queda cerca, en Caño Ronco, en Camas...

Puede leer el texto completo en la edición impresa de El Correo de Andalucía.

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