Fernando Mansilla aparta por un momento los micris para afrontar una narración de largo aliento. / Antonio AcedoFernando Mansilla (Barcelona, 1956) había tocado hasta ahora todos los palos literarios: poeta, dramaturgo, conocido artista del llamado spoken word... Solo le faltaba un territorio por explorar, el de la novela. Y esa es la carencia que el recién nacido sello El Rancho Editorial
ha venido a paliar con Canijo, una historia ambientada en la Sevilla bronca de los años 80.«Aunque había publicado otras cosas, toda mi vida he escrito relatos largos, casi novelas breves. De hecho, un par de capítulos de Canijo tienen su origen en esos escritos», explica el autor, quien reconoce que el reto ha sido «una experiencia realmente difícil, que me ha llevado años. Si hubiera podido dedicarle ocho horas al día hubiera sido otra cosa, pero he seguido con el teatro y la poesía de forma simultánea, porque tenía que comer».
Sea como fuere, el esfuerzo ha valido la pena. Mansilla traslada al lector al barrio de San Julián, la Alameda, la plaza del Pumarejo, rincones que 30 años atrás sucumbieron a los encantos de la heroína. «Yo vivía por la zona, por la Macarena, luego por la calle Sol, Santiago,Bécquer... Conocía el barrio muy bien. Todo lo que cuento lo he visto con mis ojos, todo está inspirado en la realidad», asegura.
La acción gira en torno a las familias que movían droga por la zona al por menor, pero sirve a Mansilla para evocar una época llena de hechos inverosímiles para un chaval de hoy. «Los tirones, por ejemplo, eran una plaga entonces, sobre todo cuando venían extranjeros. No podías pasear por cualquier sitio con una cámara de fotos. Y sin embargo, todo aquello se vivía con normalidad. Ahora lo vemos más peligroso de lo que nos parecía entonces», agrega el autor.
Respecto a aquella otra plaga, la de la droga, que acabó siendo una auténtica epidemia, Mansilla explica que «aquello prendió de manera familiar, no solo entre los jóvenes. también se extendió entre los padres.Siempre hubo una naturalidad también en eso, sobre todo en lo que respecta a los porros, pero con la heroína fueron ya palabras mayores», dice.
«Al principio los consumidores lo vivieron como una luna de miel, hasta que el caballo enseñó los dientes y se acabó la euforia», añade Fernando Mansilla, quien no deja de sorprenderse de lo poco que la literatura española se ha ocupado de este fenómeno, mientras el cine y la música sí lo hicieron. «A lo mejor los que la tomaban han muerto y ya no pueden contar su historia», especula.Lo cierto es que para Mansilla «las historias vividas eran lo bastante fuertes como para servir de inspiración. Cuando me preguntan por la diferencia con la Sevilla de entonces, pienso que la de hoy es menos novelesca, menos peliculera. No la echo de menos, pero me siento muy atraído por estas situaciones, vistas de lejos, claro está».
«Recuerdo la sensación tan salvaje que daba la Alameda y toda la ciudad cuando llegué. Ahora la siento muy domesticada, demasiado regida por las normas. Todo tiene su parte positiva, también esto», comenta Mansilla, quien niega que la Alameda sea una cosa aparte: «Sigue siendo Sevilla, la gente que va a las terrazas es la misma que encuentras en cualquier parte. Lo mejor es que siguen quedando bares castizos».
Aunque prepara el segundo disco de su grupo, Mansilla y Los Espías
, y colabora con la compañía de danza de Marco Vargas y Chloé Brulé para un nuevo montaje, El vecino arrítmico, el escritor no duda que volverá a la novela: «Aunque es arduo, la buena acogida me ha animado. La próxima hablará de la Sevilla de ahora».