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Memoria histórica. Garzón y el 20-N

El mejor homenaje a la memoria histórica es que el 20 de noviembre haya pasado casi completamente desapercibido, salvo para un puñado de jurásicos y para quienes se llamen Félix. Antaño, era el día del dolor en memoria de José Antonio Primo de Rivera, ejecutado por las hordas rojas en la cárcel de...

el 15 sep 2009 / 18:44 h.

El mejor homenaje a la memoria histórica es que el 20 de noviembre haya pasado casi completamente desapercibido, salvo para un puñado de jurásicos y para quienes se llamen Félix. Antaño, era el día del dolor en memoria de José Antonio Primo de Rivera, ejecutado por las hordas rojas en la cárcel de Alicante quizá porque al invicto caudillo de todos los ejércitos le interesase que el Fundador de Falange se convirtiera en un eterno Ausente. Justicia poética: Francisco Franco también estiró la pata un 20-N, aunque cualquier día sale eso en unas oposiciones de la RTVA y los sindicatos son capaces de impugnar la pregunta.

Mientras se abre de nuevo la caza del juez Baltasar Garzón, no estaría de más reconocerle algunos triunfos al magistrado andaluz. De entrada, por unos días, la actualidad no fueron chorizos en tercer grado cobrando un Potosí por una entrevista que no existe, o ancianas duquesas echando canas al aire por las calles de Roma. La actualidad resultó ser nuestra memoria, en un país en el que ni sus reyes tienen hueco en la agenda para acudir a conmemorar la batalla de Bailén en la que muchos dieron su vida por su tatarancestro Fernando VII.

El auto de Garzón, firmado en vísperas del trigésimo tercer aniversario del célebre equipo médico habitual y poco antes del trigésimo aniversario de la Constitución, resulta tan trepidante como un thriller policíaco, que diría Ian Gibson. Y demuestra que aquí no hubo un asesinato sino muchos y que el malo no era el bueno, sino que el Salvador de España era realmente quien la injusticiaba, con un sinfín de cómplices necesarios, que el maldito juez reduce a los altos cargos del Movimiento pero que cabría extender, en un largo dominó, incluso a la mayoría silenciosa o a una oposición capidisminuida y minúscula que no fue capaz de evitar que el generalísimo de las narices muriese en su cama, aunque eso sí, con su yerno metido a paparazzi para vender las fotos de la agonía a buen precio.

Ha sido un procedimiento fallido, vale que sea. Pero Garzón -en cuyo club de fans disto mucho de militar- ha logrado al menos que aquel genocidio rozase el banquillo de los acusados: tampoco pudo hacer nada contra Augusto Pinochet, pero qué mal rato tan bueno le hizo pasar al gorila. Ahora, cerrada la puerta de la justicia, le toca mover ficha de nuevo al Gobierno: si algo ha demostrado la Ley de la Memoria Histórica es que es manifiestamente mejorable. No es de recibo, por ejemplo, que los familiares de las víctimas tengan que pagar la excavación de sus restos.

Esto es caro, pero más cara puede resultarnos que se nos enconen las heridas. Para ello, no haría falta un juez, sino que la democracia funcionase sin superlativos, llamando las cosas por su nombre y sin que nadie recuerde, con tristeza o alegría, por ejemplo, el bendito día en que la espicharon Hitler y Mussolini. Lo mismo, quién sabe, también fue un 20-N.

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