No vamos a preguntarnos por qué se le pega un botellazo a un portero por perder tiempo y no a un violonchelista cuando se demora con una nota. Tampoco nos preguntaremos por qué los estadios son cada vez más grandes y los teatros más pequeños. Ni, ya puestos a convivir con bestias de tiro, nos planteamos por qué se hace cargar a toda una afición con la cruz de un solo energúmeno. De hecho, hoy no vamos a preguntarnos nada de nada. Es un día demasiado bello.