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Un chapoteo sin retorno

La democracia es un sistema imperfecto por su propia naturaleza. Discrepo de quienes creen que es la solución menos mala, simplemente opino que es la mejor, sin ambages. Es un sistema de organización y de resolver los problemas basado en la cesión del poder que reside en el pueblo a través de procesos electorales. No es un sistema perfecto, está claro.

el 15 sep 2009 / 22:38 h.

La democracia es un sistema imperfecto por su propia naturaleza. Discrepo de quienes creen que es la solución menos mala, simplemente opino que es la mejor, sin ambages. Es un sistema de organización y de resolver los problemas basado en la cesión del poder que reside en el pueblo a través de procesos electorales. No es un sistema perfecto, está claro.

Pero habra que añadir que los vicios de los partidos políticos y la permanente tolerancia de la sociedad civil con esos hábitos que habría que desterrar la van haciendo más imperfecta aún. Porque una cosa es la imperfección per se de todo sistema que tiene su basamento en la división de poderes y en la participación y que es imposible que aspire al pleno al quince, y otra son las adherencias y la grasa que entre todos le vamos añadiendo al sistema.

Posiblemente hayamos perdido demasiado tiempo. Desde el minuto uno de nuestra democracia debimos ser inflexibles con los corruptos. Con los aprovechados, con los que se arrimaban a la lumbre del poder para llenarse los bolsillos, con los mangantes que han abrevado casi con impunidad en las sedes de los partidos y de algunas instituciones. El PSOE pagó bien caro en la década de los noventa no haber sometido a un proceso de depuración profunda todas sus estructuras a las primeras de cambio. Hasta el hueso debió llegar. No sólo para librarse de los microbios, sino para ejemplarizar.

Para lanzar el mensaje diáfano e unívoco de que los chorizos están de más en la política. Si creemos en el sistema no nos queda otra que creer en su higiene. Todos los partidos han fallado cuando les ha llegado el momento de afrontar la corrupción en sus filas. Ninguno ha sido lo contundente que exigía la ocasión hasta que la evidencia le desbordaba. Los medios de comunicación han ido siempre por delante. Los partidos, sus dirigentes, sus responsables, a remolque como tristes administradores de una realidad sobrevenida.

Los partidos no son responsables de que una manada de amigos de lo ajeno intente penetrar en sus estructuras o que se aproveche de un cargo público para lucrarse. No cabe atribuirles lo que sólo es imputable a la naturaleza humana. Sin embargo, son plenamente culpables de no actuar con la contundencia que recomendaba cada ocasión, de no obedecer al clásico que recomendaba limpiar las caballerizas hasta el fondo. Sólo la voluntad decidida de una formación política de combatir la corrupción en sus filas en el momento en que se produzca, sin miramientos ni excepciones ayuda a perfeccionar la democracia.

En España nos ha ocurrido lo contrario. Cada partido ha actuado en cada momento dependiendo de la coyuntura y, por lo general, intentando salvar los muebles. El PSOE aprendió de la concatenación de escándalos en su década maldita, aquella que abrió la puerta al gobierno del PP bajo la consigna agitadora: "despilfarro, paro y corrupción". Difícil lo tiene hoy el PP para esgrimir aquellos tres principios: el paro crece tanto en sus comunidades y ciudades como en las del PSOE, y en algunos casos, más; el despilfarro -salvo alguna excepción- no parece ser moneda de uso corriente, y la corrupción es un capítulo tan universal que recurrir a ella para manchar al otro sólo produce sonrojo.

El tacticismo con el que se han movido los partidos en este campo ha ido generando una especie de jurisprudencia política por la cual los errores de conducta cometidos por el adversario con anterioridad, legitiman un comportamiento similar en las filas contrarias. Debería ser justo al revés. Por eso llama poderosamente la atención que el PP, al que le están saliendo pulgas de gran tamaño, haya decidido fijarse en el dedo en vez de en la luna. Ha optado por el camino fácil para ocultar el hecho de que un juez de la Audiencia Nacional haya iniciado una investigación sobre una corrupción que apesta de lejos y que podría tener implicaciones importantes tanto en sus distintos gobiernos regionales y municipales como en la propia estructura del partido.

Una investigación que se ha iniciado a instancias de una denuncia de un grupo de cargos y militantes del PP, no por decisión del ministro de Justicia. Cuando la Justicia encarcela al alcalde socialista de Estepona o le da la razón al PP en sus cuitas, el Estado de Derecho funciona y resiste los embates del poder. Cuando hace lo contrario, lo que procede es culpar al gobierno, recusar al juez y romper el pacto de la justicia.

Un pacto que ha servido para renovar el TC y el CGPJ pero que con la ausencia del PP dejaría otros pactos estratégicos pendientes en manos del apoyo de los nacionalistas, lo que provocará que cuando el PP gobierne comience a cambiar leyes. Nada de esto cuela, sobre todo porque los hechos son poderosos, por mucho que se empeñen los del watergate de guardia, a los que se les nota mucho los pellizquitos de monja con una mano y la artillería pesada con la otra. Al PP, como a cualquier partido en su tesitura actual, sólo le sirve depurar, abrir la ventana y que entre aire. Quizás las razones para proveer coartadas a la corrupción sean otros que aún desconocemos, pero este camino de chapotear en el barro sólo le sirve para hundirse irremisiblemente.

ahernandez@correoandalucia.es

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