La primera vez que probé una tapa que sabía distinta, que además lo parecía y que me dejó, literalmente, con la boca abierta, fue en el Yebra. Recuerdo que era un lomo de corvina con salsa de gambas. Los que conocieron esta taberna en su antigua ubicación me entenderán, porque aquel pequeño lomito de pescado bañado en una elegante espuma de marisco -cuando nadie hablaba de espumas-, delicado al paladar como una ostra recién abierta, se quedaba estampado en el recuerdo para siempre.
Hace quince años las tapas tradicionales sevillanas -benditas sean- se parecían demasiado unas a otras, y el Yebra de antes, el que fundó Florentino, ya supo marcar su propio estilo con la influencia, los últimos años, de sus hijos Manuel y Francisco, éste último formado en la Taberna del Alabardero.
El Yebra de ahora, el de la última década, ha avanzado con paso firme por esa senda. Aún conservando el encanto de los buenos bares de barrio, gentes de todas partes se van hasta la calle Medalla Milagrosa, que es famosa por el Yebra, claro, a dejarse sorprender por esa hermosura de carta, tan variable como dicten el mercado y la frescura del producto. Un lugar casi de culto donde se ha sabido innovar sin dejar de llamar a las cosas por su nombre.
En nuestra última visita las pizarras nos tientan con creaciones como Rodaballo con verduritas en tempura, mayonesa de piquillo y tapenade de aceituna negra.
Tulipa de foie con higos agridulces y anchoas, milhoja de pisto, queso de cabra y yogurt de pepino o crepe relleno de brandada de bacalao y salsa holandesa.
Como siempre, no sabemos qué elegir, y eso que es fácil, porque siempre se acierta. Carnes, pescados, verduras, postres y vinos..., son un diez.
Luego han llegado la nueva cocina, los gastrobares y gastrotabernas -bienvenidos- y todo lo demás. Pero eso ha sido luego. Antes ya estaba el Yebra.
