El pueblo de Sevilla, por suscripción popular a través de El Correo de Andalucía, regaló al canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón una pluma de oro. Es la que todas las Semanas Santas, desde 1921, lleva la Virgen de la Esperanza Macarena prendida en sus sayas.
Nos acercamos al centenario de aquel acontecimiento y sería oportuno que los estudiosos tanto del toreo como de la sociedad sevillana fueran analizando las enseñanzas sociales que provocó aquella trágica muerte, fuente, a su vez, de tantas referencias cívicas vinculadas a la ancestral idiosincrasia sevillana. Y que en la provincia simbolizó el caciquismo cerril que condenó al analfabetismo a los hijos de los obreros del campo durante generaciones.
Cuando publicamos Sevilla en la posguerra: Cuna del Nacional-Catolicismo y del antifranquismo, [Guadalturia, 2010], recibimos varias peticiones de estudiosos extranjeros pidiéndonos informaciones que justificaran las causas sociológicas que dieron a Sevilla tan decisivo protagonismo en la historia de España. Y nos remitimos a las mismas razones que dimos cuando varios años antes también otros autores nos solicitaron más información sobre nuestros libros La ‘otra’ memoria histórica: 500 testimonios gráficos y documentales de la represión marxista, [2006], y La Guerra Civil en Sevilla: las represiones en ambos bandos [2009]; es decir, las razones de tantas crueldades inhumanas, intolerancias, sectarismo... que tenían las mismas raíces: la incultura. Sevilla fue una ciudad inculta que propició el fanatismo religioso intolerante y la seudo espiritualidad popular. Y de ahí surgió el odio concentrado de generaciones que explotó en los años treinta del pasado siglo. Una situación ancestral denunciada por Joaquín Costa mediado el siglo XIX: «Los problemas de España siguen siendo dos: despensa y escuela».
¿Y a qué viene todo esto respecto a la muerte del torero José Gómez Ortega y la pluma que luce la Virgen Macarena? Pues viene a cuento porque, con motivo de aquella muerte, una parte de la burguesía y aristocracia sevillana reflejó públicamente su incultura, su fanatismo religioso intolerante e insolidaridad social. Fijó un hito sociológico, una referencia social básica, nada menos. Y esa referencia fue clave para analizar los comportamientos cívicos de una parte de la nobleza y burguesía, por una parte, y de las masas populares por otra. Fue la incultura la que provocó la catástrofe social de 1936 y años posteriores.
De manera que el posterior protagonismo cardinal de Sevilla en el Nacional-Catolicismo impuesto por el cardenal arzobispo Segura encontró en la sociedad sevillana biempensante el caldo de cultivo adecuado. De ahí su participación entusiasta en la tiranización de media España y el entontecimiento de la otra media. El mismo talante inquisitorial que parte de Sevilla expresó en 1920 con motivo del funeral de Joselito en la Catedral e idéntico al que denunciaron implícitamente Felipe Hauser a finales del siglo XIX (1882 y 1884) y Manuel Chaves Nogales en 1921, por citar solo dos testimonios entre más de medio centenar.
Recordemos que el rechazo de parte de la burguesía y aristocracia al funeral por Joselito en la Catedral era por ser un torero y, además, de raza gitana.
MUERTE DE JOSELITO
La noticia de la muerte en Talavera de la Reina del torero Joselito el Gallo, ocurrida el domingo 16 de mayo de 1920, la dio El Correo de Andalucía en su primera edición matinal del martes día 18 siguiente. La llegada de los restos a Sevilla fue rodeada del fervor popular, que le acompañó hasta el cementerio de San Fernando, viviéndose momentos de intensa emoción al paso por la Alameda de Hércules y cruzar por delante de su hogar. Los Hércules del paseo lucían crespones negros, como todos los balcones del barrio.
A propuesta de la familia de José Gómez Ortega, que hizo suyas las peticiones recibidas durante el entierro, el Cabildo Catedral accedió a celebrar los funerales en el templo metropolitano, en la mañana del día 22 de mayo. El hecho produjo malestar en sectores de la alta burguesía y aristocracia sevillanas, que no aceptaron que un torero y de raza gitana tuviera sus funerales en la Catedral, como más adelante conoceremos por la pluma del canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón. Pero lo cierto es con motivo de su funeral en la Catedral, una parte de la burguesía y aristocracia sevillanas expresó públicamente su incultura, su fanatismo religioso, su racismo e insolidaridad social.
El Correo de Andalucía [23 de mayo de 1920], insertó en sus páginas el siguiente texto:
«En Nuestra Santa Iglesia Catedral tuvieron lugar en la mañana de ayer solemnes honras fúnebres por el eterno descanso del alma del infortunado diestro José Gómez Ortega. Ante el altar mayor se había levantado soberbio catafalco, rodeado de dobles filas de blandones de plata y presidido por la Cruz Patriarcal. En el trascoro, terminados los funerales, se despidió el duelo, durando el desfile largo rato. Tal era el interminable número de personas, representativas de todas las clases sociales de Sevilla, que se presentaron para dar el testimonio de su pesar a la familia del malogrado torero, que en vida siempre estuvo propicio a toda obra de caridad, exponiendo graciosamente su vida en provecho de los necesitados».
RÉPLICA “A ELLA”
El mismo día 23, en la edición de la tarde, El Correo de Andalucía insertó un largo artículo del canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón, defendiendo la celebración de los funerales por Joselito en la Catedral, titulado «Sevilla y nuestro Cabildo Catedral». Y al día siguiente, otro artículo respondiendo a una señora aristócrata, que tituló «A Ella».
El canónigo Muñoz y Pabón, en un segundo artículo titulado «A Ella», escribió una espléndida respuesta a una señora de alto rango social:
«La letra es de mujer (de esa, toda picuda, que hemos convenido últimamente que es lo hiperelegante y ultrachic..., aún cuando no se entienda) y el papel es timbrado. Solamente que una mano precavida ha vaciado con las tijeras la cifra o blasón y no ha dejado más que la corona heráldica que cobijaba la una o remataba el otro».
«Pone el grito en el cielo mi distinguida comunicante porque una pluma como la mía –muchas gracias, señora, por las lisonjeras frases que me prodiga a este propósito– haya sido puesta por mí al servicio de la causa de un torero (de quien todo lo que usted tiene que decir –son sus palabras– es que no ha hecho mal a nadie)».
«¿Me permite usted, señora, que le conteste? Mire usted. Como mi artículo no era precisamente panegírico del torero, ni como torero ni como hombre, sino de la delicadeza de sentimientos del corazón de Sevilla al querer y procurar para su ídolo el luto civil de los Hércules de la Alameda y el sufragio cristiano del funeral en nuestra basílica, no tuve por qué apurar el consonante de las virtudes públicas y privadas del pobrecito muerto. Pero, pues me tira usted de la lengua con que si todo lo que tengo que decir de Joselito era eso, le diré que el infortunado espada era algo más que un hombre que no hacía daño a nadie».
«Joselito, señora, era un creyente. Era devoto. Y sin esas prodigalidades chocarreras ni esos rumbos chabacanos de los toreros del antiguo Régimen, Joselito contribuyó como un Príncipe a todo lo noble, a todo lo grande, a todo lo santo que se proyectó en Sevilla. Ahí están, si no, las coronas de oro de la Virgen de la Esperanza de la Macarena y la del Rocío...; el premio que proyectaba para costear la carrera de Magisterio a un estudiante pobre de Sevilla...; las mil y una suscripciones para la caridad o para el culto donde estampó su limosna. ¡Ahí está, señora, las viudas y los huérfanos de toreros en cuyo beneficio expuso su pelleja, y las madres y las hermanas de otros cien a quienes socorrió con mano pródiga [y secreta]!».
«¡Desengáñese usted, señora! Joselito era aún más «querido» que «admirado»; y cuando las muchedumbres llegan a querer, crea usted que por algo quieren. Ni es esto sólo. Otro a su edad –la flor de la vida–, con sus posibles y, sobre todo, en medio de la apoteosis de ídolo de las turbas, que era su medio ambiente, quizá hubiera dejado detrás de sí una estela de escándalos. Pero Joselito se ha deslizado por la Historia como un muchacho de juicio, como «un hombre bueno», con la puntería puesta en una novia que iba a hacer su mujer «porque era buena», porque «era de su casa» y porque «tenía religión».
«¿Piensan así –y dispense la pregunta– sus hermanos de usted, o sus primitos, al romper con el donjuanismo de soltero para entrar por el aro del matrimonio? Crea usted que me holgaría sobremanera de que así fuese. Por lo demás, señora, cada uno escribe lo que siente, y yo soy la sinceridad en carne humana. De ahí que tenga lectores: quizá, y sin quizá, más que por lo bien que, según usted, escribo [...]»
«Postdata: El Club Gallinero de Sevilla, repartió una abundante limosna de pan entre los pobres».