Aprendices barbilampiños

Sería de justicia que algunos de los gobiernos pensaran en cómo recompensar a aquellos niños explotados que levantaron nuestro país y que hoy tienen pensiones con las que apenas pueden comer un día sí y otro no

Image
Manuel Bohórquez @BohorquezCas
10 ago 2018 / 18:52 h - Actualizado: 10 ago 2018 / 19:33 h.

En los años setenta no era difícil encontrar trabajo como camarero, escayolista, pintor, fontanero, electricista o soldador. Otra cosa es que te dieran de alta en la Seguridad Social, que a mí, por cierto, nunca me tocó. Al menos no consta en mi vida laboral. A finales de los sesenta había niños explotados en España, sobre todo en los pueblos. Yo mismo echaba horas en Artesanías Montes, una fábrica de Palomares del Río, de decorar porrones y botellas de cristal para la gente fina de Sevilla. A dos duros la hora, que entonces te podías comer cinco o seis albures fritos en el bar de Farina y aún te sobraba para comprar dos o tres bollos.

Recuerdo que me pusieron a desempeñar varias labores y una de ellas era la de juntar pegamento a las pieles, caucho. Llegué a estar enganchado al engrudo sin saber que lo estaba, porque no se sabía nada sobre eso que después dio para buenos reportajes en periódicos y televisiones, con el encabezamiento de «Los niños del caucho». Viendo uno de estos reportajes supe que de niño estuve enganchado. Me gustaba, claro, porque todo era oler el caucho y viajar sin salir de la fábrica. Un día casi llegué a la Giralda sobrevolando tejados del pueblo y la vega de Gelves. Veía lucecitas de colores y cuando llegaba a casa y me miraba en el espejo, alucinaba. ¡Menuda cara de colgado llevaba!

Mi despido de la fábrica de porrones tuneados fue sonado, porque les sorprendió a los dueños que hubiera un niño comunista en Palomares. Como me colocaba demasiado con el caucho, un día me pusieron a lavar botellas y a colgarlas en una angarilla de hierro para su secado. Creo que el pegamento me afectó a la inteligencia, porque puse más botellas en un lado de la angarilla que en otro y se fueron al suelo. Rompí todas las botellas, unas treinta o cuarenta, y eso era un dinero al ser botellas especiales, de artesanía.

El encargado, Roque, me hizo ir a la oficina y me dijo que tenía que trabajar gratis durante meses para pagar las botellitas de fantasía. Y me salió el contestatario que llevaba dentro. «No solo no voy a pagar nada, sino que iré al sindicato porque aquí explotan a los niños», dije, puesto en pie y con cara de revolucionario bolivariano. Me despidieron y me costó la misma vida desengancharme del caucho. Menos mal que mi hermano siguió en la fábrica y que traía pegamento en los pantalones, de limpiarse las manos. Y así, oliendo sus calzones antes de que mi madre los echara al lebrillo, logré pasar el mono.

Mi primer trabajo ya con sueldo fijo, trece duros y un kilo de pan al día, fue en la panadería de El Guapo, de Coria del Río. Tenía 13 añitos. Ya había dejado el colegio para poder ayudar en casa. Me levantaba a las seis de la mañana y acababa a las tres de la tarde. Repartía pan en Coria, Gelves y San Juan de Aznalfarache, con una espuerta tan grande como un lebrillo. Pero lo que me gustaba era hacer pan, trabajar en la panadería, y a veces me iba de noche para aprender a hacer bobas, bollos, roscas y regañadas. Dormía encima de los sacos de harina y por la mañana me lavaba la cara para el reparto. Cuando dormía, porque me enamoré de la hija del panadero, creo que de ver cómo amasaba las barras de pan con sus manos tan blancas y delicadas, y el pelo recogido en un pañuelo blanco almidonado.

En aquellos tiempos era importante empezar pronto a trabajar para aprender un oficio. Aquellos niños de los últimos coletazos del franquismo fuimos los que levantamos España ya en la democracia. Recuerdo que en las obras había oficiales de albañil, fontanero o yesero, con 16 años. Con esa edad, mi hermano llevaba ya obras haciendo las veces de encargado de una empresa de fontanería, pero con sueldo de aprendiz. A la hora de la jubilación no le habrán contado aquellos años, porque su pensión no sería de poco más de setecientos euros, que es lo que cobra cada mes.

Sería de justicia que algunos de los gobiernos pensaran en cómo recompensar a aquellos niños explotados que levantaron nuestro país y que hoy tienen pensiones con las que apenas pueden comer un día sí y otro no. No son solo víctimas del franquismo, que también, sino del posfranquismo y de la democracia. Era curioso que cuando hacías algún tipo de reclamación para mejorar el salario y las condiciones laborales en general, te dijeran que tenías que estar agradecido porque «te estamos enseñando un oficio con el que te vas a defender toda la vida». Literalmente. Ah, vale. Entonces, ¿cuánto hay que poner encima por ser explotado?

Ahora que tanto se habla de deudas históricas, no estaría mal que se saldara esta de alguna manera. La de los aprendices barbilampiños que levantamos la España de Franco y Felipe González. La política de aprendices del franquismo no interesó mucho en la democracia, por el mismo motivo que no se hacían pantanos nuevos o se llevaban a los gobernantes extranjeros a que Lucero Tena les tocara las castañuelas en un tablao madrileño. Ya ven, el franquismo copió cosas de la República y Felipe González no quería aprendices imberbes explotados, sino universitarios en la cola del paro, periodistas que hoy malviven de un blog, camareros que hablaran inglés y cantaores con doctorados universitarios.

Me jubilaré dentro de cinco o seis años y no sé lo que me voy a encontrar al arreglar los papeles. Tendré menos que una liebre, como se suele decir. A no ser que, de aquí a entonces, salga de presidente un gaché con vergüenza y piense en nosotros, en los aprendices que nos enganchamos al caucho para huir de la realidad, en los adolescentes que dirigían obras sin carnés de encargados, en los panaderos que se enamoraban de las panaderas y en los que fuimos españolitos sin papeles.

Libertad, siempre soñada.

Nunca volará el halcón

por encima de sus alas.