Carlos Saura: España años 50

Hasta el 2 de septiembre, la Sala Murillo de la Fundación Cajasol acoge la muestra ‘La España de los años 50’, con fotografías en blanco y negro, neorrealistas, como fotogramas del cine de posguerra

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22 jul 2018 / 19:30 h - Actualizado: 23 jul 2018 / 10:40 h.
  • Carlos Saura: España años 50

Las imágenes de una España devastada en la inmediata posguerra, pasan ante nuestros ojos como fotogramas de nuestras propias vidas aunque no las hayamos conocido en directo y los ecos nos llegaran más o menos lejanos según la posición ideológica que nos tocara a cada uno, bien por familia, bien por elecciones personales o las circunstancias. Imágenes que a través de varias generaciones ya, es muy difícil reconocer en lo que afecta al paisaje y paisanaje, sin que quiera decir esto que algo no se nos remueva por dentro, puede que como una advertencia de lo peligroso que puede resultar manipular con las ideologías (o peor, con pseudoideologías extremas).

La España de los 50 que nos describe Carlos Saura, son fotogramas –mejor que fotografías– en blanco y negro y neorrealistas como las películas (no sólo) italianas de la época. Una España de viejos y mendigos, de viejas y de niños, de jóvenes mujeres enlutadas. Un país de tullidos, de policías y guardias civiles, de loteros y curas. Una España analfabeta, campesina, rústica, triste, áspera. También la de los cafés, los bailes de salón, las fiestas y verbenas, la de la clase media, la que asiste a las corridas donde se ponen de manifiesto el ritual de la sangre, la muerte y el arrastre del toro. Una España que se refleja en los rostros curtidos y desasogueantes por las duras condiciones laborales.

De todas las series en las que está dividida la sala de la Fundación Cajasol donde se expone «este viaje por la España de entonces», tal vez sean estas últimas, las que mejor expresen ese sentido de la terribilitá hispana, considerando al torero como un héroe que emerge gracias a rituales ancestrales y que se aprecia aquí tanto entre los espectadores como en los matadores, porque la cámara en este caso fija de Carlos Saura, sabe extraer de ellos todo tipo de emociones.

Del miedo, el dolor, la pobreza, el hambre, la soledad, de la modesta alegría compartida, de lo que fuimos, están hechas sus fotos. Un material tan sensible como la belleza agraz de los paisajes y unas imágenes donde hay mucho de crítica velada al régimen, solapada ante la estética geométrica que se impone en los magistrales encuadres.

A falta de cartelas indicativas en cada foto donde se pudieran identificar con más precisión lugares y fechas concretas, y ante la ausencia de catálogo –ni en sala ni a la venta– que fuese más específico que el tríptico que se facilita (parece que va a reeditarse), los visitantes se detienen a contemplar aquellas que pueden ser descripciones de individuos y de la sociedad donde residen, manifestada esta en nocturnos urbanos, las calles con lluvia, la luz en las fachadas encaladas, en las jóvenes y adolescentes en las ventanas, haciendo de madrecitas, jugando con objetos improvisados... la vida en definitiva que se desenvuelve en interiores de casas y tabernas y la que se vive en los pueblos y ciudades, en la calle y en los campos, representada en las labores agrícolas y en los oficios que la necesidad impone, y en unos medios de transportes que dan fe de la supervivencia. Un país roto y dolorido que intenta por encima de todo reconstruirse bajo una férrea dictadura.

La ausencia de títulos y fechas por otra parte atemporaliza las ya iconológicas fotos de Carlos Saura en cuanto que nos definen dentro de la singularidad ya apenas identitaria (o solo de cara a los interesados en museos etnográficos o sociología retrospectiva, sin que esto vaya en detrimento del autor, sino justo todo lo contrario: entendidas como manuales que deberían de estudio obligatorio en muchas Facultades, pues nada mejor que una imagen o el conjunto de estas, para hacernos la mejor idea de lo que fueron nuestros padres, abuelos o bisabuelos y el país de entonces), de manera que pueden ser las de un día o tarde cualquiera, o cualquier sitio donde las parejas jóvenes con niños pasean, la gente se reúne, los niños juegan aunque sea en un caserón derruido o unas ancianas de entrecortado perfil ante campos esquilmados, rezando, saliendo de lo que parece ser una iglesia, o allá donde Saura sitúe su objetivo.

Fotografías en las que tiene muy en cuenta los diferentes planos de profundidad o lejanía y los enfoques, para los que son imprescindibles las graduaciones y contrastes de la luz, además de los efectos que pretende con el revelado, pues este es otro valor añadido al hacerlo él mismo así como la elección de los formatos. De ahí las calidades brillantes, mates, o de terciopelo que presentan.

Para aquellos que conozcan los lugares, posiblemente re-conocerán algunos de Madrid, Andalucía, Castilla, pueblos y gentes de Cuenca (entre ellos la Zarzuela) o cercanos a Sanabria y al pantano de Vega de Tera (que anegó el pueblo de Ribadelago desapareciendo parte de la población y por tanto puede incluso que algunas de las personas aquí fotografiadas). Estos lugares –salvo los más explícitos– los intuimos después de leer las preciosas y precisas palabras autobiográficas con las que Saura introduce al espectador en ese cine mudo que son sus fotos, que son su mundo y parte del mundo y que son a la vez documentos fijados en el tiempo ,testimonios y testigos explícitos de la memoria.

En este sentido los homenajes al séptimo arte no son casuales, ni mayor el contraste entre los carteles de los divos y divas de las películas que pueden verse en los fondos de algunos interiores –cines humildes que llegaban hasta el telón improvisado de cualquier pueblo– y los rústicos campesinos que solazaban ante ellos en sus momentos de asueto, después de arar o trillar como en el Neolítico.

En estas imágenes, captadas con luz natural, con la impronta del instante y no del detenimiento de un estudio, se encuentra ya mucha de esa sabiduría innata y adquirida a la vez por el Carlos Saura fotógrafo y cineasta, dualidad cuya diferencia se basa sólo en cuestiones técnicas de estatismo o dinamismo porque cada foto es una película completa y a la vez una secuencia de la que se pueden extraer miles de ideas. Películas verificadas por la altura a la que sitúa la cámara en los retratos –individuales o colectivos– por donde divide la línea del horizonte, sitúa las fugas de los detalles delanteros y posteriores (bodegones y las bicicletas) y por lo que asemejan especiales transparencias a modo de pantallas (o a la inversa).

No quiero cerrar este artículo sin intentar transmitir las sensaciones de esta parte ya de la Historia de la fotografía, en la que in-voluntariamente hay que detenerse. Tampoco dejar atrás tantas recurrencias a todo lo que nos pase por la cabeza: los caminos de esa España machadiana (mucho más moderada que la solanesca aunque con idéntica fuerza), la literatura y la mística del siglo de Oro, los homenajes que él hace a sus autores amados en el cine, la pintura, ¡a tántas cosas! ~