Donde caiga la flecha

«¿Papá, este año que título vamos a ganar?». Le dije «hijo, tú tienes 12 años y yo 49. ¿Tú sabes cuántos títulos he visto yo ganar al Sevilla FC en mi vida?», a lo que contestó «¿cuántos?». Entonces esbocé una sonrisa y le dije «los mismos que tú»

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08 abr 2018 / 20:54 h - Actualizado: 08 abr 2018 / 20:55 h.
"Tribuna"

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Casi no podía levantar ya su pesada espada. Sus movimientos eran torpes y el cansancio acumulado en sus maltrechas piernas hacía que cayera sobre la tierra una y otra vez. Pero el Sheriff de Nottingham, interpretado por un magistral Robert Shaw, profesaba tanto respeto a su eterno enemigo Robin Hood, al que daba vida el inconmensurable Sean Connery, que en ningún momento aprovechó la decadencia del héroe para acabar con él. Cada vez que caía esperaba a que volviera a levantarse, hasta que finalmente Robin clavó la espada en el vientre de su contrincante, muriendo éste con honor. Pero las heridas que sufrió Robin Hood eran también mortales y le hicieron desfallecer. Ya en su lecho, su amada Marian, personaje al que honró para la eternidad la maravillosa Audrey Hepburn, viendo que su muerte era inevitable, le dio de beber un veneno y después lo bebió ella misma. Y entonces le regaló a su amado el mensaje de amor más bello de la historia del cine. «Te amo. Te amo más que a todo, más que a los campos que planté con mis manos, más que a la plegaria de la mañana o que a la paz, más que a nuestros alimentos. Te amo más que al amor o a la alegría o a la vida entera. Te amo más que a Dios». Y cuando Robin fue consciente de que van a morir los dos abrazados, ya exhausto, casi sin aliento, sacó fuerzas de flaqueza para tomar su arco, colocar una flecha, apuntar a la ventana y tras tensar la cuerda lo máximo que pudo, mirar a su fiel amigo Little John y decirle «Donde caiga la flecha, John, colócanos juntos y déjanos allí».

La película Robin y Marian, rodada por el director Richard Lester en 1976, es probablemente el más bello homenaje al ocaso de un héroe, de un mito, de una leyenda. No podría imaginar un final más bello para ese idealista luchador, al que incluso su eterno enemigo respetó y honró con su propia vida.

Recuerdo como si fuera ayer el día en que mi hijo de doce años me preguntó «¿Papá, este año que título vamos a ganar?». Esa pregunta me dejó atónito y volví la mirada hacia él y le dije «hijo, tú tienes 12 años y yo 49. ¿Tú sabes cuántos títulos he visto yo ganar al Sevilla Fútbol Club en mi vida?», a lo que contestó «¿cuántos?». Entonces esbocé una sonrisa y le dije «los mismos que tú».

El 10 de mayo del año 2006, cuando el gran Fréderic Kanouté llevó a besar las mallas el balón, logrando el cuarto gol en Eindhoven, hizo un gesto con sus manos, un gesto que quería decir «ya está hecho, se acabó, la copa es nuestra». En ese momento caí de rodillas en la grada del Philips Stadion y llorando, abrazado a mi querido amigo Juan Antonio Olmedo, ambos repetíamos una y otra vez, «por fin, por fin se cumplió el sueño de ver campeón al Sevilla». Y desde aquel año 2006 hasta ahora, hasta 2018, el Sevilla Fútbol Club ha escrito páginas y páginas de oro en el libro de la historia del deporte rey. Ha conseguido hitos que estaban reservados para los más grandes, hitos insuperables. Ningún equipo había logrado ni logrará lo que el Sevilla FC ha logrado todos estos años, ningún otro equipo situará el nombre de nuestra ciudad en el Olimpo mundial en el que mi equipo lo ha situado.

Yo vengo de una de esas generaciones de sevillistas que sabemos lo frío que está un mes de enero el hormigón y que soñábamos con una final y con ganarla. Poder ver a nuestro capitán levantar un título. Soñaba despierto con ello. Pero ni en mis más ambiciosos sueños hubiera podido tener la osadía de pedir tanto como mi club me ha regalado todos estos años. Cuando me paro a pensarlo es irremediable que una sonrisa de orgullo brote en mis labios. Son tantos y tantos los momentos gloriosos vividos que sería difícil quedarme con uno. Pero si tuviera que hacerlo, sin lugar a dudas, me quedo con aquel jueves de feria, aquel 27 de abril de 2006. Nunca podré olvidar aquella miríada de coches de caballos y motocicletas, atravesando el parque de María Luisa, con la plaza de España al fondo, enarbolando banderas camino de Nervión. Aquel mar rojo y blanco en el que nuestra ilusión y nuestros sueños navegaban para ver cómo nuestro llorado Antonio, con un zurdazo eterno, nos abrió la Puerta de la gloria. Aquel día nuestra casa, el Ramón Sánchez-Pizjuán, fue una orquesta, un coro celestial. Aquel día el himno de los himnos retumbó como nunca más lo hizo. De pie, en la grada, mirando con lágrimas en mis ojos aquel momento supe que algo grande estaba a punto de pasar, aunque, sinceramente tengo que reconocer que nunca imaginé lo que nos esperaba, nunca pensé que fuera realmente tan increíble lo que el destino nos tenía preparado.

Mi espíritu sevillista está colmado con creces. Mi sueño de siempre se quedó pequeño. Mi orgullo se alimenta una y otra vez cuando leo artículos de prensa inglesa, alemana o francesa, elogiando al Sevilla Fútbol Club y poniéndolo como ejemplo a seguir. Nunca podré agradecer lo suficiente a todas las personas que han formado parte de esta gloriosa época. Y por eso, cuando el mito, cuando nuestro héroe llegue a su ocaso, cuando cansado pierda una batalla y se arrodille ante un rival, yo estaré ahí para decirle como Marian a Robin «te amo, y siempre estaré junto a ti, caiga dónde caiga la flecha»