Viéndolas venir

Dos novias

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Álvaro Romero @aromerobernal1
04 sep 2019 / 08:11 h - Actualizado: 03 sep 2019 / 09:52 h.
"Viéndolas venir"
  • Dos novias

Cuando muchos de mis alumnos no saben determinar en un examen cualquier fecha que no coincide con el presente, suelen emplear la irritante expresión “aquella época”. Aquella época vale para el franquismo, para la Edad Media o para hace una década. Los adolescentes de hoy tienen un sentido tan fofo del pasado, que cualquier año distinto al actual les parece remoto, además de carca y monocromo, aunque no lo digan. El caso es que la estampa que me inspira esta columna hubiera sido impensable en aquella época, y pónganle a la expresión la fecha que quieran. Da igual. Hubiera sido inconcebible incluso para las contrayentes cuando empezaron a amarse llamándose a sí mismas solo amigas, como oían que las llamaban sus propias familias, ciegas para seguir defendiéndose de la crueldad social que el otro día, durante la boda, pertenecía ya a aquella época, es decir, a hace solo unos meses, un año, tal vez dos...

Las dos novias iban divinas, no solo por sus maravillosos trajes blancos, sino sobre todo por esas sonrisas que revelaban cierto descanso después de tantos meses de preparativos, cierto alivio porque estuvieran quienes tenían que estar, la íntima tranquilidad de haber dado un paso trascendente que una de ellas resumió luego al dar las gracias a su familia “por entenderme y no pedir más explicaciones que mi felicidad”. En esas palabras estaba todo concentrado: todo el amor, todo el dolor, toda la angustia, toda la alegría liberada al son de las olas del mar frente al que ambas se dijeron que sí, que se importaban tanto la una a la otra que todo lo demás, el mundo entero, podía seguir esperando.

Al colmo de su felicidad accedieron al descubrir que todo lo demás, los demás, el mundo, su mundo, sus amigos y sus familiares no solo no iban a seguir esperando, sino que estaban allí, dispuestos a acompañarlas sin dar nada por entendido, sino entendiéndolo todo de nuevo con ellas dos. Incluso sus madres, que nunca fueron educadas para ello y que ahora habían hecho un ejercicio de reeducación exprés para contribuir a la felicidad de quienes más quieren en este mundo. Incluso sus sobrinos pequeños, que veían con naturalidad la ceremonia y comprendían para el resto de sus vidas incipientes que una pareja son dos personas que se aman porque no pueden remediarlo y quieren vivir juntas, todos los días, el fin del mundo. Incluso mis hijos, que no fueron a la boda pero que atendieron a la explicación de su mamá de que se pueden casar un hombre y una mujer o dos hombres o dos mujeres. “Qué bien, cuánto para elegir, yo me lo voy a pensar”, dijo mi niña, sin saber hasta qué punto esas dos novias -tan generosa, tan valientemente- habían obrado el milagro de evitar que tanto sufrimiento inútil tuviera más oportunidades sobre la tierra.