La fiesta perpetua

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Álvaro Romero @aromerobernal1
15 may 2017 / 22:59 h - Actualizado: 15 may 2017 / 22:59 h.

Si los cumples a diario son ultrafestivos y las comuniones son ya como bodas, estamos convirtiéndoles a los niños en dramática su simple vida cotidiana, ya sin sitio, esa que debiera ocupar, ahora que pueden, la máxima felicidad de no tener que celebrar nada. En el tiempo sin tiempo de la infancia, cuando entre Reyes y Reyes pasaba una vida, la mayor fiesta era la de vivir los días intensos, densos, que habían de conformar el paradigma de la nostalgia para siempre. La más íntima alegría era la de poder hacer frente a aquellas horas vacías de las siestas sin sueño; entregarse a las tardes eternas en que no anochecía porque la vuelta con los amigos por la manzana era la vuelta de nunca acabar; saber a ciencia cierta que de un extremo al otro del verano podía cambiarte radicalmente la vida. Entre tanto, como islas refulgentes, estaban aquellos cumpleaños en que probábamos el chocolate líquido por primera vez, aquella vez en que nos regalaban un estuche inmenso de colores, la ocasión en que encendimos solos una bengala.

Ahora la fiesta hay que empezarla tras un vuelo internacional o algo parecido. A ver quién da más. Porque los castillos hinchables, los payasos, los magos y las tres decenas de regalos recibidos en un silloncito falso de príncipe o princesa es el pan suyo de todos los días. Lo extraño es el día en que no hay nada que celebrar. Son días raros, rayas en un pozo, jornadas en peligro de extinción. Y entonces los chiquillos, a los que aceleramos los adultos porque les contaminamos nuestra tragicomedia de una felicidad de cartón piedra para contarla, dicen que están aburridos, porque no tienen edad para comprender que el aburrimiento es patrimonio exclusivo de quienes solo se viven desde fuera; quienes convierten sus vidas en escaparates de los que lo único que puede esperarse es que los demás se asomen a mirar. El peligro mayor de la fiesta perpetua es que les hurtemos a los niños su derecho a vivirse por dentro.