Martín Villa

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29 jun 2017 / 21:53 h - Actualizado: 29 jun 2017 / 21:53 h.

Mi sobrina –que apenas tiene 19 años– se apea de mi coche en pleno éxtasis del estío que asola y saca un billete de tren hacia Málaga donde cursa Publicidad.

Mientras esto sucede, el plasma rebota imágenes de la entrega por el Congreso de una medalla a Martín Villa.

Fue la jueza Servini la que acordara su extradición por la muerte de Puig Antich y los más de cinco muertos y cien heridos causados por la represión en Vitoria, siendo ministro del Interior. Represión que se produjo en una asamblea de trabajadores en huelga que tenía lugar, por cierto, dentro de una iglesia.

A él, entre otros, le competen las últimas muertes del franquismo, a cuyos familiares no permitió siquiera un abrazo en la previa de su despedida, en ese alba que glosara Aute en su mítica canción.

Aun hoy, el Tribunal Constitucional sigue negando a los familiares el acceso a los expedientes.

Es Servini la única juez que aún lidera una causa por estos hechos, como si solo Argentina persiguiera la impunidad que aquí se recompensa. Y no crean que es una iluminada, la ONU en 2015 exigió a España la reparación de las víctimas y la extradición de sus responsables, entre los que se encuentran también Utrera Molina, Antonio Carro o Fernando Suárez.

Ya no es suficiente con que la democracia les haya regalado morir en paz en sus camas. Ahora hemos de llenarlas con medallas, cuyo valor será escaso en alguna recóndita y futura subasta para coleccionistas.

Ninguna habrá para Ruano, un estudiante de 21 años que, según la versión oficial, se suicidó, cuando lo cierto es que fue torturado durante cuatro días y después ejecutado con una bala, desaparecida tras serrarle la clavícula. Aún tuvieron tiempo de llamar al padre para decirle que tuviera cuidado, porque tenía una hermana.

Ahora el calor en Santa Justa se hace más pesado. Echo de menos una medalla para «esos hijos que no tuvimos que se esconden en las cloacas», cuando mi sobrina Marta, coge su inmensa maleta llena de futuro y se adentra en el pasillo que conduce a un desvencijado tren que parece lamentarse de la monotonía de un destino encadenado a la vía.

Mira displicentemente la televisión, donde varios diputados y el propio Rey sonríen mientras Martín Villa recoge, en su permanente y sumisa postura genuflexa, la maldita medalla. No percibo en ella ninguna emoción, y mientras camina, me dice antes de despedirse:

«Tito, ¿quién es Martín Villa?».