Se va el verano y no he pisado la arena de ninguna playa ni he respirado el aire de la sierra. Hace unos días me vi desnudo en el espejo del dormitorio y parecía un hombre de luz, de una luz blanca como la leche, que iluminaba toda la sala. Más blanco que el trasero de un fraile, que se decía en Palomares. Al final no he estado de vacaciones en agosto y para estar haciendo el tonto por Mairena, de tasca en tasca y de mercado en mercado, preferí trabajar diez horas diarias como buen autónomo, que hay que levantar España. Lo malo es que en casa no desconecto nunca, el teléfono suena constantemente y, como trabajo en ella, acabo desquiciado. Más de una vez he estado a punto de salir al balcón a pedir socorro, que alguien me sacara de ella, pero los vecinos lo hubieran entendido como una locura transitoria debida al terrible calor de estos dos meses, sobre todo julio, que nos ha achicharrado. Hasta me he inventado a un abuelo con el que hablo de arte flamenco a diario en mi muro de Facebook. La vida es maravillosa, pero si hubiera otra en el otro lado de la realidad, que no cuenten conmigo.