Una lágrima en los juzgados

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06 mar 2018 / 22:43 h - Actualizado: 07 mar 2018 / 08:44 h.
"Cofradías"

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Recuerdo vagamente aquel enorme caserón de los antiguos Juzgados cuando funcionaba como tal. Alguna vez acompañé a mi padre al despacho que allí tenía. Luego vinieron sus largos años de abandono que lo transformaron de Palacio de Justicia en pestilente Palacio de los gatos hasta su definitiva rehabilitación como Archivo Provincial. Por eso mi regreso a sus estancias para consultar viejos papeles siempre está empapado con la nostalgia infantil de lo vulnerable. Techos acogedores y predisposición a lo intenso ante cada expediente pero ninguno de más inolvidable significado que el del dramático Viernes Santo de 1943, del tranvía que se avalanzó por la cuesta del Altozano sobre el palio de La O. Justo en el lugar donde otro había embestido años atrás Casa Berrinche, taberna de los cantes de Cagancho, que quedó arruinada por el impacto. Mis motivos eran sentimentales –la sangre y los birretes uniéndome de nuevo al edificio– porque el juez que estaba de guardia tan triste noche para La O... era mi abuelo. Reconstruir esas últimas horas de cofradías (el Sábado era de Gloria) de aquella Semana Santa era recomponer con un guión de película unas escenas familiares inéditas. Por caminos de tinta recorrí datos y detalles, de los nombres extranjeros de los heridos, de las lesiones, las fichas médicas, todo encuadrado en lo que ya conocíamos de antemano: el papel heroico de Salvador Dorado soportando el zanco roto, la foto del paso desportillado en el templo, las lágrimas vivas en el rostro de la Virgen, su redondo nombre en los labios espantados de los testigos y la angustia de aquel conductor con quien mi abuelo esclarecería los hechos, voces que guardan estos muros del edificio de Almirante Apodaca. Se cumplen ahora 75 años de aquello y habrá pasado mañana mesa redonda conmemorativa a la que no faltaré. Pues pareciese que algo más fuerte que la mera curiosidad me haya asomado al episodio, la memoria de los genes, el dictado de un impulso, la espera de alguna sorpresa. Como así sucedió durante la investigación. Cuando de la nada apareció la menuda figura de una joven funcionaria del Archivo, bata blanca, palabras tenues, extrañada de mis pesquisas. ¿Por qué investiga vd. ese tema?, le oí mientras una emoción a punto de saltar se adivinaba latente en la fría amplitud de los mármoles. Le conté lo de mi abuelo... y una lágrima resbaló por su mejilla, casi con el mismo brillo de cristal que las de aquella Virgen atropellada. Sangre morada de raso en sus venas. ¿Y tú por qué me lo preguntas? Entonces ella, detrás del reguero de su lágrima, me estremeció con su respuesta: porque el conductor de aquel tranvía... era también mi abuelo.