Veintiún gramos

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31 ago 2017 / 23:30 h - Actualizado: 31 ago 2017 / 23:30 h.
"El desafío catalán"

Un médico americano intentó demostrar en 1907 que el alma tenía peso y lo concretó en veintiún gramos, más exactamente 21,3 onzas.

El estudio contrapuso este hecho con la circunstancia de que los animales (se experimentó con perros) no adelgazaban al morir.

Poco más se ha avanzado científicamente sobre ello. Demostrar que el alma tiene peso corroboraría su existencia, aunque paradójicamente adveraría su naturaleza grávida.

Los atentados de Barcelona, la ciudad en la que habité siete amarillos años de mi vida, nos han hecho a todos meditar sobre el alma humana, a la que me referiré, por mis convicciones, como conciencia. Aún hoy me siguen asombrado milagros tales como que las nubes tienen peso o la luz es materia y onda a la vez.

El show de Gobiernos (central o autonómico, da igual) intentando acaparar portadas me ha parecido deleznable, como el hecho de transformar en rédito político la foto inconsentida de las víctimas al albur de la captura de sus autores.

También lamentable fue esa inútil manifestación, no ya por la incalificable asistencia de todos –Felipe VI incluido– y la ausencia de la sociedad civil, sino también por la presencia de banderas que no son más que eterno signo de división y fractura.

Barcelona atardeció ensangrentada, en un sendero que cruza arterialmente Barcelona, y cuyo nombre deriva curiosamente del árabe ramla, que no es otra cosa que la arena que deja un río a su paso.

Hemos pasado por alto billones de euros dilapidados en la industria militar; las trece guerras de los últimos veinticinco años; los centenares de miles de víctimas asolados por el dolor y la tragedia de la guerra, en una estrategia tendente a convertir en formal la democracia, para aliviar ese miedo irreparable que nos asola.

Los fines de semana, solía recorrer esa Rambla camino del Puerto de Barcelona. Desgraciadamente, aquella ciudad queda físicamente muy lejos de donde me hallo; siento, a veces, su ausencia y su olor, como un exilio. Como decía María Teresa León, quiero recordar nuestra pequeña alegría común en ella, nuestras risas y lágrimas que dolían o quemaban cuando nos sentíamos desamparados y solos.

Hoy me pesan toneladas las palabras de los políticos; mientras que ese último hálito de los que murieron en Las Ramblas y ese inmenso dolor de sus madres –también las de Bagdad, Trípoli, Kabul o Damasco– parecen pesar apenas veintiún gramos.