¿Para qué sirve una tele?

Formar. Informar. Entretener. Reír. Llorar. Soñar. Creer. Sorprenderse. Admirar. Sentir. Aprender. Ayudar. Esto es El Correo TV

01 jul 2018 / 08:00 h - Actualizado: 01 jul 2018 / 14:39 h.
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  • Ana Enterría y Víctor García-Rayo, durante la celebración de la III Gala de ‘La Pasión’ de El Correo TV. / Manuel Gómez
    Ana Enterría y Víctor García-Rayo, durante la celebración de la III Gala de ‘La Pasión’ de El Correo TV. / Manuel Gómez

Tendrían que conocer a Mario Daza. Mario es la pura bondad. Funciona en modo surtidor. Para que se entienda: desprende tanto entusiasmo que, si el Ayuntamiento lo colocara en medio de una plaza, pasaría por una fuente. No es casualidad que en Semana Santa vista de blanco: es un hombre de luz. Su tristeza de ahora tiene, en contrapartida, algo de sequía, de penumbra, de ruan negro. «La tele es ese aparato que está y pensamos que nunca va a fallarnos», decía ayer, en el pasillo. «Comparte nuestra vida estando ahí, de fondo de nuestros problemas, como hilo que cose nuestra rutina, como compañera ingrata a la que nunca damos el valor suficiente y que solo echamos de menos cuando no está. Si se apaga la tele, nos apagamos nosotros. Si se apaga El Correo TV, se apaga Sevilla».

Habrá quien considere que esto es mucho decir. Bueno, la relatividad está para estas cosas. Pero si uno lo mira desde dentro, desde las entrañas, no parece una afirmación exagerada. «Porque esta tele, que nació como una aventura de locos que estaban dispuestos a hacer historia, es ya parte indisoluble de la historia de esta ciudad», añadía el compañero. «Y no solo por lo que da a la gente sino por lo que recibe».

«Mi tele no es la caja tonta por la que salgo a diario. Mi tele son las noches sin dormir por la adrenalina de un directo, los nervios de cada cuenta atrás de Jorge [el jefe técnico] antes de dar las buenas noches, la magia de llegar al corazón de la gente. Mi tele es eso, la gente, nuestra gente. Ese niño que te mira con cara de sorpresa porque piensas que has salido por la pantalla de la tele y que vives dentro de su plasma. La de los vecinos que nos abren las puertas de su casa para confiarnos su vida. Y la de los mayores, la Sevilla de pelo cano y manos gastadas que solo ve su ciudad a través de El Correo y que encuentra en la tele su mejor antídoto a la soledad. Esa es mi tele, ese es El Correo que Sevilla quiere seguir disfrutando».

Antonio Viola lo miraba mientras con el gesto inefable de ese compañero de trinchera que, embarrado hasta las cejas junto a los suyos, ve pasar los obuses sobre su cabeza. En las horas de dramatismo, las pequeñas historias cobran una relevancia inusitada, porque en ellas está el alma de las cosas. El condenado a muerte que, camino del cadalso, entrega su mirada al vuelo de un gorrión está queriendo decir algo que es imposible contar con palabras. Y la orden de cierre de un medio de comunicación se parece mucho, al menos metafóricamente hablando, a un paseíllo al alba al redoble del tambor. «Contar anécdotas del día a día en El Correo TV sería fácil», afirmaba ayer el director y presentador de El Descuento. «Aquí, a diario, pasa de todo, aunque no se vea. Pero hay momentos que marcan y han marcado mucho la televisión que hoy todos conocemos. Hace siete años, cuando el germen de lo que hoy es El Correo TV empezaba a gestarse, la película era bien distinta para los que nos embarcábamos en esta historia. Aquel año, muchos de los compañeros que hoy siguen formando parte de nuestra plantilla decidimos adquirir un compromiso: contar qué pasaba en Sevilla. La primera oportunidad llegó en Semana Santa. Sin medios, sin personal, con cuatro cables y dos cámaras muy precarias nos tiramos a la calle. No imaginábamos la repercusión que aquello tendría».

«Entre todos no superábamos la decena», proseguía Viola. «Los redactores tiraban cables por los tejados, los técnicos se buscaban la vida para emitir con lo que tenían y, entre todos, salió adelante. El presupuesto era tan ínfimo que solo pudimos emitir desde un punto. Nada de salidas o entradas en directo ni cable-cam. Ante la precariedad del asunto, había que elegir. Pusimos un mapa del centro de la ciudad en una mesa y marcamos el punto por el que más hermandades pasarían, sin ser La Campana, claro. Asumir el coste de la carrera oficial sería impensable. Encontramos en la Cuesta del Bacalao ese rinconcito en el que poder instalarnos. Salió bien. Un año después, el presupuesto se triplicaba y empezábamos a contar con medios para intentar algo más. Siete años más tarde, la Cuesta del Bacalao es uno de los muchos puntos de directo con los que cuenta El Correo en Semana Santa. La película ha cambiado y para bien. Quintuplicamos el equipo de retransmisiones en personal y lejos de aquellas dos modestas cámaras, hoy hay una en cada esquina de la ciudad. Ese fue el gran logro de este medio y, seguramente, el de una ciudad que, con el esfuerzo de todos, tiene la televisión que Sevilla merece».

La Semana Santa. A unos les gustará y a otros no. Es posible, incluso, que algunos se cuestionen hasta la oportunidad y conveniencia de poner las cámaras al servicio de un acontecimiento social, festivo y devocional como ese. Tal vez modificarían un ápice su opinión si escucharan a las personas a las que sirve; por ejemplo, esas señoras o señores que, no siempre sobrados de dinero, toman un taxi y se plantan en las instalaciones de la tele para verles las caras y darles un abrazo a quienes les llevan a su casa lo que no pueden vivir en la calle. Los correos electrónicos, los mensajes, las llamadas, las cartas... las cosas que les dicen por la calle.

«Eres como mi hija, te veo todos los días. Hace poco, una señora me dio un abrazo que me abrió los ojos y me caló en el alma y me impulsó, aún más, a poner todo mi esfuerzo en mi trabajo», contaba ayer Ana Enterría, otro rostro destacado de El Correo TV, otra voz sobrada de corazón, otra sonrisa de esas que debieran ser imprescindibles en cualquier sociedad civilizada. «Ella estaba feliz de verme, sonreía. Pero en aquel momento, se llevó todo mi cariño para siempre», explicaba la compañera de la tele. «La sensación de entrar con permiso en casa de las personas y ser aceptada como una más es lo más gratificante de esta profesión. Aún no soy capaz de asimilar todo el agradecimiento que recibimos, quienes nos dedicamos al mundo de la televisión local, por parte de quienes están al otro lado de la pantalla. De pequeña me dedicaba a realizar programas de radio en casa, con una grabadora que me regaló mi abuelo. Ahora, sigo haciéndolo, pero a escala mayor. No deja de ser nuestro hogar. El de todos aquellos a los que, desde este medio, acompañamos a diario».

Pero ayer, después de todo y a efectos profesionales, era como si nada hubiera pasado. Volvía a sonar el trajín de cámaras y chismes, el silbido de los cables, las voces de realización, tal o cual locución que había que dejar hecha, la gestión al teléfono, la decisión pertinente, el recado urgente, el vámonos que nos vamos que rige los destinos de los medios de comunicación en un mundo que no para y en una ciudad que no duerme, por mucho verano que se le venga encima. La melancolía es un lujo que las personas ocupadas apenas pueden permitirse. Y las reflexiones sobre para qué sirve una tele, para qué un periodista, para qué un trasnoche, para qué un desvelo, para qué una carrera, para qué una entrevista, para qué un programa, para qué una renuncia personal, para qué dejar una celebración familliar y salir corriendo con el micro en ristre, para qué una pregunta incómoda... quedaban implícitas en la respuesta diaria que los profesionales ofrecen con su trabajo.

Sí. Tendrían que conocer a Mario Daza, a Antonio Viola, a Ana Enterría, a Jorge Jiménez, a Rocío Valhondo, a Rafa Reyes, a Chantal de la Cruz... a Víctor García-Rayo... A Víctor lo han parado en Triana y poco menos que le han cantado un fandango, o lo que quiera que sea aquello que, no pudiendo decirse con palabras, se pueda clavar con un cante. Pues eso es Víctor. En su memoria la tristeza es un mal menor. Es, básicamente, un hombre esperanzado. Y se le nota. Pero no solo por el elemento religioso en sentido estricto: entre las estampas a las que el compañero reza no solo hay cristos, santos y vírgenes. De hecho, es muy probable que en su mayoría sean rostros anónimos, personas que lloran o que ríen, gente –en el más profundo sentido de la expresión– de verdad.

«Era Miércoles Santo», recordaba ayer. «Nuestra retransmisión en directo reunía en sus hogares a miles de personas en torno a la televisión. Delante de mis ojos, en aquellas pantallas del puesto de comentaristas, pasaba lentamente –haciendo notar su monumental tonelaje– el imponente misterio de La Lanzada. De repente, una compañera con lágrimas en los ojos me pone una nota en la mesa. Yo hablaba en esos momentos de Antonio Illanes. La madre de un niño enfermo de diez años necesitaba hablar conmigo de manera urgente. Di paso a publicidad lo antes que pude y me levanté para marcar su teléfono. Se llamaba Aurora. Al otro lado, con la voz totalmente rota, la señora me dijo: Tengo que darte las gracias. Mi hijo Ramón ha fallecido hace dos horas. He cogido fuerzas para llamarte porque quiero que sepas que Ramón, antes de morir, me ha dicho que estuviera tranquila, que viendo vuestra retransmisión ayer por televisión supo por fin a dónde iba y que ya no tenía miedo. Mi hijo sonrió, cerró los ojos, y se marchó. Le gustaba tu voz y sé que ha muerto tranquilo. Llamo porque no sé cómo agradecerlo. Lloré, como mi compañera. Y lo hago ahora».

Así que la pregunta es para qué sirve una tele.