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Ser o no ser, he ahí la adicción

El hallazgo de marihuana en la pipa de Shakespeare es solo un ejemplo más de la fraternal relación de los genios de la literatura con toda clase de drogas y una invitación a preguntarse el porqué

02 oct 2015 / 12:54 h - Actualizado: 02 oct 2015 / 13:00 h.
"Literatura","William Shakespeare","Edgar Allan Poe"
  • El caso de Edgar Allan Poe, ensalzado por Baudelaire, es un paradigma de la relación entre la creatividad y el consumo de drogas. / El Correo
    El caso de Edgar Allan Poe, ensalzado por Baudelaire, es un paradigma de la relación entre la creatividad y el consumo de drogas. / El Correo
  • Retrato del dramaturgo y poeta inglés William Shakespeare. / El Correo
    Retrato del dramaturgo y poeta inglés William Shakespeare. / El Correo

En Nueva York, la misma mañana en que se publicaba El cuervo, mientras el nombre del poeta iba de boca en boca, Poe cruzaba Broadway dando tumbos». Con esta perfección gráfica resumía Charles Baudelaire, dentro de una especie de largo epitafio, esa letal combinación de cielo e infierno que se daba en lo más profundo de su admirado Edgar Allan Poe. Lo cierto es que las palabras de Baudelaire, obra cumbre de lo que la más degradante bohemia es capaz de hacer con un genio, bien podrían haber descrito su propia degradación. La suya o la de casi todos sus colegas, en particular toda esa colección de poetas malditos (tan abundante y abrumadora que adquirió el rango de movimiento literario) que se servían de todo tipo de excesos para convertir su existencia en una prolífica ruleta rusa.

No era nada nuevo. El reciente hallazgo de restos de marihuana en una pipa de William Shakespeare tiene tanto de sorprendente como si se hubieran hallado restos de vino en los huesos de Lope de Vega o de Quevedo. La pluma de los escritores se ha mojado más veces en alcohol que en tinta, y el resto de drogas no han sido menos, como si el anclaje a la más vulgar, cochambrosa y alienante realidad solo pudiera quebrarse a través de algún proceso autodestructivo que contenga una burla contra la moral pública. Nietzsche, quien decía que bastaba una gota de alcohol para convertir su vida en un valle de lágrimas, sin duda habría estallado en aplausos ante una afirmación como esta: es la soledad, estúpidos.

En aquel precioso obituario a Poe, Baudelaire le regalaba una descripción que habría valido para cualquiera de ellos: «Lucía sobre los ojos la rúbrica de su vida, igual que un libro exhibe su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era una cruel verdad. En la historia de la literatura hay destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan trazada la palabra malaventura con caracteres misteriosos en los sinuosos surcos de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota implacablemente para ejemplo edificante de los demás. Inútilmente dan en vida muestras de talento, de virtud y de gracia; la sociedad les tiene reservado un anatema especial, y acusa en ellos los sufrimientos que su persecución les ha infligido». Y agrega más adelante: «He sabido que no bebía por placer, sino como un bárbaro, con una actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si cumpliera una misión homicida, como si hubiera algo en él que quisiera matar».

Sí, Baudelaire hablaba en realidad de sí mismo, un prodigio ligado a la degradación por las más bajas ataduras, desde el hachís hasta la sífilis y otros souvenirs que había ido acumulando en su libertino y frenético viaje hacia una muerte temprana. Bien podría haber culpado a la fatalidad, él que era poeta, por haberlo empujado a la búsqueda de esos paraísos artificiales de los que hablaba el autor de Las flores del mal. Fatalidad que también podría haber alegado el escocés Robert Louis Stevenson para explicar cómo se llega desde el temprano padecimiento de la tuberculosis a convertir la propia existencia en un trasiego entre la taberna y el prostíbulo y, como en el caso del francés, a un pronto paso al otro mundo. En el caso de Stevenson, fue precisamente el tener que guardar largas convalecencias en cama lo que inoculó en él el veneno de la lectura, y de ahí a buscar los porqués del alma humana mediaban cinco minutos. Él lo hizo recurriendo también a estimulantes diversos, hasta tal punto que en solo seis días escribió un libro entero bajo los efectos de la cocaína. No en vano ese libro fue El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Un título en cuyo estudio preliminar Luis Gaspar cometió el exceso de elegancia de no referirse a esa experiencia extrema con las drogas, de la que no cabía la menor duda ya que así lo había confesado el propio hijo adoptivo de Stevenson, Lloyd Osborne. Corría el año 1886 y en las páginas de aquella obrita, pequeña en extensión pero inmensa para la literatura, el personaje del abogado Mr. Utterson pensaba: «¡Pobre Harry Jekyll! Mi instinto me dice que se debate en aguas profundas».

No es casual que el desdoblamiento de la personalidad fuese el tema de la novela. Lo mismo sucedió más tarde con Oscar Wilde (quien lo mismo se decantaba por el opio que por la absenta) y El retrato de Dorian Gray. Pero lo que sí dijo Gaspar en relación a Robert Louis Stevenson y a su escrito más demoníaco fue que Mr. Hyde no es una oposición al Dr. Jekyll, sino a su «máscara social». Esto es lo que la moral pública nunca pudo soportar de estos autores (incluido Wilde, por supuesto): el que sus palabras prodigiosas fuesen siempre «una crítica de la hipertrofia moral», ya fuese del victorianismo o de cualquier otra época.

Pese a ello, la literatura ha producido a lo largo de los siglos otra especie de reacción a esa esclavitud hipócrita del dictado moral; una protesta de aspecto más alegre aunque la procesión, como siempre, fuese por dentro. Tal fue el caso de Ernest Hemingway, una auténtica esponja humana, quien sin la menor duda habría salido ardiendo de habérsele arrimado un cerillo encendido. Hemingway se bebía la vida, no ya el alcohol, con un embudo. Célebre es su axioma profesional: Escribe borracho, corrige sobrio. Menos conocida es su regla moral: Algunas veces un hombre inteligente es forzado a emborracharse para pasar un tiempo con los tontos. Harto de electrochoques, de no poder más con su alma, de padecer alzheimer, de no poder volver a Cuba tras la revolución, de haber sobrevivido a otros intentos de matarse y de otras contrariedades, el escritor más americano de todos los tiempos enmendó el desliz de no haber muerto joven, como Stevenson y los demás, descerrajándose a los 62 años un tiro en la cabeza que su familia, atrapada en el dolor y en el qué dirán (de nuevo, la moral) hizo pasar elegantemente por un desgraciado accidente mientras limpiaba una de sus muchas escopetas.

Algo tiene el don de la literatura que destruye a su portador. El fuego de la creación apenas deja un manchurrón de cenizas y un montón de libros en el lugar de lo que podría haber sido una saludable persona normal y corriente. Los casos referidos no son excepcionales. Hay libros que Stephen King no recuerda haber escrito merced a la cocaína. Aldous Huxley, el inventor del soma, estuvo muy cerca de crearse Un mundo feliz haciendo trizas su voluntad con la mescalina. Thomas de Quincey, por un prurito de justicia literaria, consideró pertinente escribir las Confesiones de un inglés comedor de opio. Y qué decir de Jean Kerouac, que no sea un repaso a todas las sustancias deleznables que una criatura haya podido meterse en el cuerpo a lo largo de su existencia. Un récord probablemente solo superado por William Burroughs, de una versatilidad en la materia (marihuana, cocaína, ayahuasca...) rayana en el virtuosismo. ¿He ahí todos los ejemplos que se pueden mostrar de la relación entre la literatura y las drogas? Para nada: Arthur Rimbaud y el láudano; Jim Carrol y la heroína; Charles Dickens y el opio; Philip K. Dick y el speed; Antonin Artaud y el peyote; Arthur Conan Doyle y la cocaína; Jean Paul Sartre y las anfetaminas; Valle-Inclán y el hachís; Tom Wolfe y el ácido, Thomas Pynchon y el cannabis; Alejandra Pizarnik y las pastillas... Shakespeare y sus porros renacentistas.

Es la «cruel verdad» de la que escribía Baudelaire en homenaje a Poe, quien decía de sí mismo: «Estoy repleto de tenebrosos presentimientos». La vida habría sido muy distinta para ellos –y para sus lectores– si hubieran encontrado consuelo en la hipocresía.

DESTILANDO CREATIVIDAD

El alcohol arrastró a Juan Rulfo, Dashiell Hammet, Jack London, Samuel Beckett, Alejandro Dumas, Rubén Darío, Catulo, Ray Bradbury, John Steinbeck, Marguerite Duras, Ovidio, Tennessee Williams, Julio Verne, James Joyce, Truman Capote, William Faulkner, Graham Greene, Dorothy Parker, Charles Bukowski, Francis Scott Fitzgerald, Paul Verlaine... Muchos de ellos dijeron adios a la vida de forma prematura. Eran excesos que conducían a (o eran fruto de) otros igual de terribles, como la melancolía, la busqueda enfermiza de la belleza, la extrema sensibilidad, la soledad de espíritu. En esta respuesta suicida se refleja de forma perfectamente terrible lo que el actor Federico Luppi, en su papel de maestro en Lugares comunes, definía ante sus alumnos como el dolor de la lucidez.