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Actualizado: 15 abr 2022 / 11:03 h.
  • La noche de las ofrendas

«Podrá brotar un clavel / o un trino de golondrinas, / nunca un rosal, si Él camina; / que a los pies del Gran Poder / no pueden nacer espinas». Estos versos, salidos del talento de alguien que debió pronunciar el pregón de la Semana Santa, pero que a cambio nos dejó una de las instituciones literarias más importantes de la ciudad, ‘Noches del Baratillo’, son la mejor crónica de la noche en la que el Señor de Sevilla repartió amor, paz e ilusión a manos llenas. Noche que, de vivir Florencio Quintero, habría glosado en endecasílabos al paso del Nazareno por la plaza de Molviedro —¡bendito barrio del Arenal que tiene la dicha de recibirlo en sus brazos!—. Noche que, de haberla contemplado el poeta, la habría inmortalizado con un soneto emotivo de esos que traspasan el alma y empapan los ojos. Sin embargo, al no hallarse presente el rapsoda, la ciudad hubo de componer su propio poemario tras abrirse las puertas de San Lorenzo. Noche seca en lo meteorológico pero húmeda en las mejillas de miles de sevillanos que tuvieron la dicha de encontrarse cara a cara con Él y no resistir el llanto. ¡Cuánta falta nos hace tu presencia, Gran Poder! ¡Cuánto te necesitamos cerca de nosotros, ya sea en Tres Barrios, la Catedral o el Museo!

Espejos donde mirarnos

Y si el Dios de la Verdad absoluta tocó la fibra de cuantos se lo cruzaron en su camino, lo mismo podemos decir de su Madre, Traspasada por la espina que perfora su frente y Dolorosa como pocas mujeres han habitado este mundo. Lo mismo da que resida en el barrio de Bécquer, en el de Juanita Reina o Fray Bartolomé de las Casas. Y es que, más allá del título o la presea que luzca sobre su cabeza, la Madre de Jesús es el espejo en el que debemos mirarnos, máxime en unos tiempos donde los pecados parecen brotar como malas hierbas, y donde la Caridad, la Fe y la Esperanza se hacen más necesarios que nunca. Suerte que esta última, que a la vez es la primera en la ciudad de la Giralda, cuenta con tantas Titulares como dedos de una mano. Suerte que todas resplandecen cada luna de Parasceve por las calles de Sevilla. Suerte que dos de ellas lo hacen en la noche más larga del año. Suerte que por fin pudimos disfrutarlas tras dos años tan terribles como interminables.

La primera en derramar su luz, y por tanto erradicar las largas sombras, fue la Virgen de San Gil, la misma que encandilase a Federico García Lorca, sobre la que escribiesen los Hermanos Álvarez Quintero, y conquistase el corazón de Núñez de Herrera («¿Por qué lloras, Madre Mía, / tan hermosa y doloría, / si no hay en la Macarena / quien no te ofrezca su vía / para quitarte la pena?»). Reina cuyo feudo, salpicado de claveles, fresias, rosas, orquídeas y azahar, abarcó toda la Resolana y se extendió por Feria y Trajano hasta la Plaza del Duque, como una faena interminable del inmortal Joselito. Reina que, ataviada con el manto de la Coronación, puso en pie a los abonados de la Campana y la calle Sierpes, despertó a los somnolientos de la Avenida y elevó la temperatura en Virgen de los Reyes. Reina que dibujó un mapa de lealtades tras cruzar el Salvador, Cristo de Burgos o Cruz Verde, y mutó en niña inmutable por Relator, Parras y Escoberos. Reina, en suma, que rigió los destinos de unas gentes empobrecidas de milagros, y a las que su sola contemplación y la de su Hijo —radiante con su túnica de Rodríguez Ojeda al escuchar la Sentencia en el Arco—, les movió a rezar el Credo casi sin saberlo.

Al otro lado del río, la Esperanza de los azulejos, del ancla de nuestras convicciones y la fe de nuestros abuelos, hizo de su salida una fiesta y de su mirada un cielo. Remedio de los vecinos desde Santa Ana a San Jorge, auxilio de los menesterosos desde Fortaleza a Pagés del Corro, socorro de los afligidos desde el Altozano a Reyes Católicos, y musa de juglares como José María Rubio, Manuel Garrido o Jiménez Tenor («Dulce Virgen Capitana, / llévanos a tu bonanza; / que ya se embarcó Triana / en esa barca gitana / de tu Divina Esperanza»). Este año, la Virgen lució perfecta con su saya de color grana bordada en oro por Paquili —el Señor de las Tres Caídas hizo lo propio con su túnica morada de Jesús Rosado, envuelto entre claveles rojos y especies tan exóticas como hojas de roble, menta poleo o esparragueras plumosas—, estrenó la restauración de su Inmaculada entrecallehermosa pieza de marfil y plata mimada hasta el extremo por la trianera Lourdes Hernández—, y fue acompañada de acólitos con olor a nuevo —las dalmáticas y albas recién salidas del taller lucieron de una manera especial desde su puesta de largo en Pureza—. En cuanto a su exorno floral, tan llamativo como completo, este consistió en gladiolos blancos, rosas blancas, loujiflorum blanco, delfinium, fresias, flor de arroz, paniculata, hojas texturadas en blanco y hojas secas con pinceladas de pan de oro.

De San Antonio Abad al Santuario de los Gitanos

Pero la noche de las ofrendas no concluyó en San Lorenzo, la Macarena o Triana. Más allá del magisterio del Gran Poder y de las dos Esperanzas, el aliento de los sevillanos hubo de contenerse al paso de Nuestro Padre Jesús Nazareno, cuya estimable Cruz de Guía ejerció de embajadora de los cristianos de Tierra Santa con una prestancia digna de todos los elogios. No hace falta explicar lo que esta hermandad representa, ni desgranar el porte del Señor y la dulzura de su Madre. Únicamente reseñar que cuando la cofradía se echó a la calle al marcar el reloj la una, el Silencio se hizo notorio desde Alfonso XII al Aljarafe, componiendo una melodía muda únicamente interrumpida por los músicos de capilla —este año la hermandad puso en la calle 1200 nazarenos, quienes cumplieron con el rito Concepcionista tanto o más que sus antepasados—. Silencio que se evidenció igualmente en la calle Bailén al paso del Calvario, prontuario de la devoción austera y con sabor a ruán, que cada Semana Santa atrae a más cofrades y curiosos por su capacidad para generar asombro. Si elegíaco fue su recorrido de vuelta —divina la Presentación de Astorga en su paso de palio mandado por Enrique Márquez— más lo fue su entrada en la Parroquia de la Magdalena, bajo un sol incipiente buscando el rostro de la Señora.

Aunque para sol el que bañó a los enamorados del Señor de la Salud —sublime sobre un monte de claveles rojo sangre— y María Santísima de las Angustias —con su exorno floral inspirado en los fanales de conventos—, desde su salida de la Catedral y en busca de un Santuario de los Gitanos que finalmente abandonaron sin que los Titulares del Beso de Judas les «despidiesen» esta Madrugá. Rotunda lección de piedad popular la que esta cofradía impartió desde que la Cruz de Guía se pusiese en la calle, y en la que cuesta mencionar un instante que sobresaliese por encima del resto. Si acaso la majestuosa entrada en Campana del Señor de la Salud —esta vez con 22 minutos de retraso acumulado en el Palquillo—, o la petalá a la Virgen de las Angustias a su paso por la calle Sierpes. Momentos a los que sumarán, en su recorrido de vuelta, el saludo a las Hermanas de la Cruz, cuyo amor trasciende épocas y fronteras, y por supuesto la entrada multitudinaria en su templo, ya entrado el mediodía del Viernes Santo. Y es que, pese a que la cofradía sigue sin hallar respaldo para conseguir acceder a la Carrera Oficial con un poco más de margen, su vuelta es una de las señas de identidad de una jornada en la que el centro ejerce de pivote para unas devociones arcanas cuyo pálpito más fehaciente halla acomodo en los barrios.