Pasó la feria de San Miguel y con ella se ha cerrado un abono, el de la temporada 2022, que ha traído la plena normalidad a la plaza de la Maestranza después de dos años atípicos en los que, por obra y gracia del covid, pasamos de la clausura total de 2020 a la excepcional feria de San Miguel que salvó honor y muebles en 2021 después de no pocas peripecias que ya no mueven molino.
Aquel ciclo otoñal, el del pasado año, quedó instalado en la historia reciente de la plaza de la Maestranza por el volcánico faenón de Morante de la Puebla a un toro de Juan Pedro Domecq. Pero es que el diestro de La Puebla iba a volverse a subir a las nubes el pasado 6 de mayo con una faena intimista y rabiosamente natural que habría valido por la feria entera.
No iba a ser suficiente... Al día siguiente iba a terminar de romper todos los sellos con otro trasteo de la misma calidad pero distinto diapasón, cuajando de cabo a rabo al sobrero de Garcigrande que acabó remendando la corrida de Torrestrella. Si el día anterior había sido la sutileza, en éste fue la intensidad.
Era el tercer recital, el tercer movimiento de esa sinfonía que empezó a sonar en el otoño de 2021 y ha seguido, reescrita con otras notas, en el de 2022. Fue en la primera de San Miguel, dictando una maravillosa obra expresionista con un complejo toro de Matilla al que extrajo hasta la última gota de su bravura en medio de un clamor impresionante. ¿Podría haber cortado el rabo? Seguramente, pero el poso y el calado de este tipo de lecciones excede de cualquier estadística y del cómputo numérico de los premios. Se encasquilló la espada en los dos primeros viajes. En realidad, qué más da...
De la Puerta del Príncipe a la despersonalización de la plaza
La reflexión viene al pelo para constatar un dato: esas cuatro obras inolvidables no fueron timbradas con la salida a hombros por la Puerta del Príncipe. Ni falta que hace. El raro privilegio ha quedado reducido a una cuestión numérica: sólo se trata de sumar dos trofeos más uno para convertir el célebre paseo bajo el arco de piedra en un espectáculo para paladares noveleros. La puerta ya no es la consecuencia de nada, es un fin en sí misma. Lo decía el otro día un sabio y veterano periodista: convendría volver a los orígenes y someter el eco y el halo del toreo al dictado de las emociones. Tendrían que ser los aficionados, conmovidos, los que sentenciaran esos paseos a hombros que se han convertido en un premio manido y previsible que nada tiene que ver con esas apoteosis que cuentan los más viejos.
Los tiempos cambian; también las costumbres y hasta el exceso de reglamentación que dificulta la entrada del público al ruedo a acompañar a sus héroes. Sea en triunfo o en mero tributo de admiración, rodeados de niños que tocan las luces del trae. Así fue siempre pero ahora todo se contempla con una distante profilaxis y las salidas a hombros parecen un ridículo paseo a horcajadas de un pobre diablo a suelo y en un ruedo desolado. En eso, ay, sí hemos ha ido a peor.
Y ya que hablamos de costumbres también hay que constatar el definitivo cambio sociológico del ruedo de Sevilla. Dicen que es difícil cruzarse con un sevillano en Tetuán. Prueben a buscarlo por los tendidos más clásicos de la plaza de la Maestranza sin saber inglés o francés. A la mudanza de ese viejo senado, al derrumbe del abono, le han seguido la instauración de nuevos modos como sentarse en pantalones cortos en la yema de la Sombra de la plaza de la Maestranza. Pues ése el cliente. No pregunten más.